Humberto García Larralde*

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Totalitarismo

La gestión de Hugo Chávez encajó bastante fielmente con los cánones del fascismo clásico: evocó mitos épicos (la epopeya independista) para legitimar sus ansias de poder; deliberadamente tergiversó la realidad para «justificar» estos designios; controló a los medios para proyectar una visión maniquea en la que «revolucionarios» se enfrentaban a poderosos enemigos de la Patria , tanto externos como internos; concibió a la política como una guerra por otros medios; organizó a los suyos según preceptos militares; desconoció los derechos de la disidencia para implantar un verdadero apartheid político; desató la violencia para aplastar opositores; y demolió las instituciones del Estado de Derecho liberal ­entre otras cosas. No obstante, contó con dos recursos poderosos que le ahorraron tener que recurrir a los extremos de violencia, muerte y destrucción de sus antecesores: un carisma indiscutible que aglutinó tras de sí a buena parte del país, y unos ingresos petroleros jamás vistos. El reparto de la renta le hizo creer que no importaba destruir la economía privada, pues contaría para siempre con el apoyo popular. Como dolorosamente han descubierto los venezolanos durante el último año, ello resultó en «pan para hoy, hambre para mañana».

Muerto el gran embaucador y dilapidada las arcas del Estado entre misiones dispendiosas, regalos y corruptelas, se desnuda la naturaleza fascista del régimen en toda su ferocidad. Lo que ha vivido el país durante el último mes y medio, con su secuela de represión salvaje, muertes y heridos, más de mil detenidos, persecución de dirigentes opositores y de periodistas, y la desolación desatada por bandas armadas y Guardias Nacionales, ha sido un amargo y brusco despertar. Con una eficacia digna de mejor encomio se ha concatenado un terrorismo de Estado contra el cual no parece haber amparo. Y si hubiese duda de que entramos al tenebroso túnel del totalitarismo, el régimen afianza su neolengua para encubrir crímenes e implantar la única verdad aceptable: la suya. Los «diálogos para la paz» se convocan insultando a opositores y conculcándoles sus derechos; los Guardias Nacionales que golpean y matan a mujeres desarmadas son «valientes»; se califica de «ejemplar» la conducta de las bandas paramilitares que aterrorizan a la población; los que cometen y amparan desde el poder estos desmanes llaman «fascistas» a los luchadores por la democracia; y, a pesar de la convulsión social y política que sacude al país, todo está «normal».

Pero, al igual que salió a la superficie el rostro sanguinario y desalmado del fascismo duro, también emergieron, de manera cada vez más resuelta, las reservas morales, democráticas y libertarias que anidan en este noble pueblo, en particular, en su juventud. A estas alturas está bastante claro que la represión, lejos de aplacar la protesta, ha contribuido a afianzarla, en rechazo de estas prácticas dictatoriales. Entonces, ¿por qué persiste el régimen en su camino destructivo y equivocado? Es obvio que los que usufructúan a sus anchas el poder tienen demasiado que perder soltándolo. Las cifras oficiales del BCV permiten calcular que, durante los últimos quince años, pasaron por las manos de los que administran el Estado más de USA $1,3 billones (millones de millones), un promedio anual de casi $90 millardos, cifra varias veces superior a la de

cualquier gobierno pasado. Más allá, la demolición de los contrapesos al Presidente, la falta de transparencia y de rendición de cuentas, y el usufructo discrecional y clientelar de estos dineros, se ha traducido en un formidable dispositivo de expoliación que ha enriquecido mucho a unos pocos, a la par que compró amplio apoyo político, interno y externo, para perpetuarse en el poder. Partir con estas mieles es simplemente inaceptable para quienes carecen notoriamente de méritos para justificarlas.

Sin embargo, aún más grave es la terrible descomposición moral y de valores que se ha producido en el ejercicio del poder. Las triquiñuelas en la OEA para evitar que María Corina hablara, la mentira descarada y repetida para enrostrarle a otros sus propias culpas ­v.g. la estupidez de la guerra económica como coartada a su desastrosa conducción de lo económico-, la deshumanización y el desprecio por la vida de los demás puestos de manifiesto en los episodios de represión recientes, la depravación revelada en los testimonios de estudiantes torturados, la burla desvergonzada de las leyes por parte de un poder judicial demasiado presto a complacer al Ejecutivo en todo, el desprecio por la voluntad popular al querer despojar a alcaldes y diputados electos, y la sustitución de toda norma legal por «el que me da la gana» -como es el caso de la negativa del alcalde Rodríguez en permitir que los estudiantes marchen al municipio Libertador-, dibujan una situación de creciente anomia, en la que se enseñorea el malandraje y la violencia de bandas armadas protegidas por el Gobierno. Han soltado amarras con todo lo que significa decencia, respeto y convivencia democrática porque creen que con la barbarie se impondrán definitivamente a la protesta ciudadana.

Y en esta prolongada e intermitente versión criolla de la noche de los cristales rotos, resalta como máximo exponente de tanta perversión, el capitán Diosdado Cabello. Arremete con una absurda acusación contra Teodoro Petkoff y TalCual , y despliega toda su patanería para despojar «a lo macho» a María Corina Machado de su condición de diputada, porque no soporta que personas ampliamente reconocidas por su integridad, verticalidad y apego a principios de justicia y libertad, señalen con su verbo valiente y certero el abismo moral en que ha caído esta «revolución». Como dice el dicho, «es a la sombra que prospera el crimen». Lo humilla el honroso historial de luchas de Teodoro y la valerosa y digna actitud asumida por María Corina. Apelando a otro aforismo, la inquina y el resentimiento que exudan Cabello y los suyos en contra de ambos, no son más que «el tributo que paga el vicio a la virtud».

De manera que hemos caído de nuevo en la disyuntiva entre civilización y barbarie que inmortalizó hace cien años Gallegos en Doña Bárbara. La acción política de los herederos de Chávez, como lo muestra Cabello, adquiere ahora una dimensión visceral en la que los bajos instintos tienen rienda suelta.

En uno de sus escasas confesiones honestas, Diosdado señaló que el «comandante eterno» era quien los «contenía».

Pero tampoco el amado mentor sale liso de tanto desmán: se cosecha hoy sus catorce años de invectivas y de odios contra quienes lo adversaron.

Los militares fascistas creen estar en el país de Carujo, en el que predominan los fuertes. Toca a los venezolanos reivindicar a Vargas y hacer que el nuestro sea «el país de los justos».

TalCual,  Sábado 29 de Marzo de 2014

** Humberto García Larralde es economista, profesor de la UCV y miembro fundador del Observatorio Hannah Arendt y actualmente miembro de su Comité de honor