Constiucion

Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com

El bárbaro ataque con tubos y palos por parte de una banda de malandros, algunos armados, contra integrantes de la comunidad estudiantil el jueves 3 de marzo en la UCV, pone de manifiesto la degradación en la que ha caído el gobierno para aplastar las protestas. A pesar de lo salvaje de la arremetida, no era la primera vez que ocurría, ni tampoco tales animaladas se han circunscrito a la Ciudad Universitaria de Caracas. El mismo día en que se vapuleaba a ucevistas, fueron atacados estudiantes en la Universidad Gran Mariscal de Ayacucho en Barcelona; a lo largo de todas estas semanas bandas fascistas de igual porte han estado hostigando ferozmente a zonas residenciales y barriadas en Mérida, San Cristóbal, Valencia y otras ciudades del país; y su escalada de terror se ha hecho sentir últimamente con demasiada frecuencia en universidades públicas y privadas.

Estas bandas han sido promovidas directamente por el presidente Maduro, quien las ha convocado a “apagar las candelitas” de las protestas. Asimismo, ha quedado registrada innumerables veces la presencia de la Guardia Nacional y de otros cuerpos represivos para apoyarlas en sus incursiones. No olvidemos, tampoco, la incitación criminal del gobernador de Carabobo, Francisco Ameliach, a una “contraofensiva fulminante” en contra de los estudiantes desarmados, con saldo de dos jóvenes muertas ese día en la capital del estado. La impunidad con que actúan estos grupos delincuenciales y la instigación desde el más alto nivel a que repriman, pasando por el apoyo de cuerpos militares, revela que no se trata de acciones espontáneas en defensa de la “revolución”, sino de acciones orquestadas desde el Estado; forman parte de una política de Estado.

Esta política se complementa con la represión desmedida por parte de la Guardia y de la Policía Nacional, el arresto de inocentes, la intoxicación masiva de zonas residenciales con bombas lacrimógenas, sin importarles la presencia ahí de niños y viejos, los ilegales allanamientos a hogares y comercios en busca de manifestantes, como otras violaciones de propiedades, incluyendo robo de celulares y cámaras a los detenidos. Luego está el intento de borrar estos atropellos con la censura a los medios, el blackout informativo y la persecución de periodistas. Completan el cuadro  la criminalización de toda protesta, la prohibición, “porque me da la gana”, de marchar por el Municipio Libertador de parte de su alcalde, así como la destitución sumaria de los burgomaestres de San Cristóbal y de San Diego (Carabobo), la amenaza de ello a otros alcaldes de oposición, y la bochornosa separación de María Corina Machado de su curul, en violación abierta de los causales pautados para ello en la Constitución. Todas estas aberraciones “legales” han contado con el aval de un TSJ cómplice en la destrucción del Estado de Derecho.

Al anularse las normas que estructuran la convivencia social y política, se produce una situación de anomia, en la que la existencia de derechos básicos del ciudadano está en entredicho, bandas forajidas se desenvuelven a sus anchas, y cunde una sensación de desamparo y angustiante incertidumbre sobre lo que pueda ocurrir. La política de Estado a que aludimos propicia tal situación. Con los atropellos de las bandas fascistas y de los demás cuerpos represivos, la persecución judicial y el blackout informativo, se instala un terrorismo de Estado, sin que el venezolano pueda contar con las instituciones del Estado de Derecho, hoy destruidas, para defenderse.

El terrorismo de Estado fue notorio bajo los regímenes totalitarios. En la Alemania Nazi la S.A. y la S.S., atemorizaban abiertamente a la población no afecta y cometían todo tipo de crímenes contra los judíos, bajo el amparo de una “legitimidad” derivada de los fines trascendentes del Tercer Reich. En el norte de Italia de principio de los años ‘20, los squadristi fascistas desbarataban a palos los esfuerzos de los socialistas por ocupar fábricas y formar ahí consejos obreros, dejando frecuentemente muertos y heridos. En los años iniciales de la España franquista el despliegue de la violencia por parte de bandas falangistas en territorios que habían estado bajo la República durante la guerra civil fue una política deliberada del Caudillo para sembrar terror. “Condenó a los vencidos a un exilio interior dentro de sus propios pueblos, sus propias casas, con la memoria cerrada y encadenada a su propio cuerpo[1]. Bajo el estalinismo el desamparo a que se sometió la población llegó hasta el punto de desarraigarla de su propia historia, de sus propios referentes de vida, para dejarla exclusivamente a merced del relato oficial, como elocuentemente narra Milan Kundera. Y bajo Fidel, la organización de “brigadas de respuesta rápida” por parte del Estado, han disuelto a patadas y palos todo intento de protesta por parte de los cubanos.

El terror de Estado busca quebrar la moral de la población, dejarla a la intemperie en términos de derechos y garantías, y sembrar en ella la desesperanza, como condición previa para aplastar toda resistencia a la imposición de sus designios. El fin es convertir a los ciudadanos en masa sumisa, incapaces de exigir sus derechos. De ahí su uso por el gobierno venezolano, a instancias de sus tutores cubanos, en un vano esfuerzo por quebrantar la voluntad de lucha de la población. Pero Venezuela no es Cuba. La tradición democrática, de disfrute de libertades públicas, está todavía demasiado presente, a pesar de los esfuerzos del régimen por conculcarlas en estos 15 años. Sin embargo, el eje Maduro-Cabello-Rodríguez Torres, al persistir en sus equivocadas políticas económicas, apela al terror para desactivar la protesta conforme al guión del G-2 castrista. Pero la indignación que ello ha provocado entre los venezolanos augura la continuidad de la protesta, pues lo que está en juego es la propia esencia de la vida en democracia.

Ahora se asoma, bajo los auspicios de los cancilleres de Unasur, las posibilidades de diálogo entre gobierno y oposición, para “concertar la paz”. Pero el comportamiento mostrado por el gobierno en la represión de la protesta, la negativa exhibida hasta ahora a reconocer la legitimidad del otro, del que piensa distinto, así como los insultos proferidos contra notables figuras democráticas, no lo validan como interlocutor confiable. Se corre el riesgo de que, para Maduro, el llamado al diálogo sea apenas un ardid mientras logra quebrar la resistencia. Por tal razón, las fuerzas democráticas están obligadas a exigirle al gobierno una prueba efectiva de su compromiso con la restitución del Estado de Derecho consagrado en la Constitución, como requisito sine qua non de un diálogo sincero.

Antes de continuar con estas conversaciones, la MUD debe convocar a una gran marcha a la Asamblea Nacional para presentarle al poder legislativo las exigencias democráticas: liberación de los presos políticos, desarme de las bandas fascistas, castigo a los culpables de la violación de los derechos humanos, restitución de María Corina y de los alcaldes arbitrariamente depuestos en sus cargos, respeto a la libertad de prensa, etc. El gobierno intentará burlar tal petitorio con promesas vagas y discusiones estériles para ganar tiempo. Pero estará bajo la lupa de la opinión internacional. La presencia de los embajadores de países de Unasur, como de medios de comunicación extranjeros, debe ser aprovechado para arrancarle al oficialismo concesiones que, hasta ahora, no ha estado dispuesto a otorgar. Una marcha pacífica, que no sea a reprimida o atacada por bandas fascistas, es la prueba por la que debe pasar el gobierno antes de continuar.

Si bien todo diálogo es loable, no debe perderse de vista con quienes nos enfrentamos ni las circunstancias que lo condicionan. Como exigencia mínima, éste debe desarrollarse sobre la base de reglas de juego aceptables para ambas partes y estas no pueden ser otras que la restitución de las garantías consagradas en la Constitución. A pesar del llamado explícito a la paz, el gobierno ha escogido el terrorismo de Estado en su afán de imponerse. Ante eso los demócratas tienen que apoyarse en el descontento y los altos niveles de reprobación de Maduro para abordar cualquier conversación desde una posición de fuerza.

El diálogo, lejos de desmovilizar a la población, debe usarse como instancia para activar la protesta legítima, dentro de cauces pacíficos, para ejercitar el músculo democrático y reinstaurar la convivencia en paz. Forzar al Ejecutivo Nacional a aceptar el ejercicio de un derecho legítimo, como es el de marchar pacíficamente a los poderes públicos pasa a ser, por ende, una primera prueba de fuego. Este sería el paso inicial para ir conquistando los derechos que nos niega este régimen fascistoide. Porque si de algo debe quedar claro para las fuerzas democráticas es que derecho que no se ejerce se pierde. No bastan declaraciones formales del gobierno en cuanto a su disposición de llegar a acuerdos con la oposición, hagámoslo cumplir. No hay vuelta atrás. O forzamos la barra ahora para restituir las garantías constitucionales o perdemos la democracia

La historia nos alerta contra las pretensiones de apaciguar regímenes fascistas, que terminan haciéndoles el juego: la conferencia de Munich en la que se le entregó a Hitler los sudetes checos a cambio de “garantías de paz” y, mucho más cercano, la mesa de diálogo con que Chávez distrajo a la oposición hasta cambiar las condiciones a su favor en el referendo revocatorio de 2004.

Pongamos a prueba la sinceridad del gobierno, ¡a convocar la marcha multitudinaria!


[1] Preston, Paul (2008), El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco, Ediciones B.S.A., Barcelona, p. 91