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Publicado en julio de 2007
Axel Capriles M.
Publicado en Papel Literario
Psicólogo, Doctor en Ciencias Económicas, editor de la Revista Venezolana de Psicología de los Arquetipos, docente universitario y ensayista, Axel Capriles es autor de El complejo del dinero, así como de numerosos y lúcidos ensayos en diversas publicaciones periódicas.

«Lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable a la peste y al ciclón,… invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros, sabiendo … que él no había de tomar por nosotros ninguna determinación que no tuviera nuestra medida, pues él no había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia sino porque era el único que conocía el tamaño real de nuestro destino…»
Gabriel García Márquez.
El Otoño del Patriarca

Evocando a los faraones y a ciertos reyes de la antigüedad que a su muerte se hacían acompañar de sus esclavos y eran enterrados con servidores y amantes, Augusto Roa Bastos inicia su gran obra sobre el poder con un infame pasquín clavado en la puerta de la catedral en el que Yo El Supremo Dictador de la República ordena que, después de su muerte, todos sus servidores sean ejecutados y sepultados sin cruz ni nombre en potreros alejados de la ciudad. El poder absoluto sobre la vida y la muerte de seres anónimos es la mejor expresión de ese impulso casi divino, mítico, inexplicable, que es el afán de mando. Como el despotes griego, el padre o amo en cuyas manos estaba el destino de la familia y a quien esposa, niños y esclavos debían total obediencia, durante la mayor parte de la historia de la humanidad ciertos individuos se han atribuido un poder rector sobre los demás y han extendido al espacio público esa relación de desigualdad que en la antigua Grecia correspondía sólo al dominio doméstico, pero nunca al de la polis.

Hijos de la modernidad, habituados al principio de soberanía compartida entre iguales, vemos muy distante el tiempo en que el diktat de un rey con soberanía divina decidía el destino de todo un pueblo. Olvidamos, sin embargo, que la divinidad cambia de imagen y de caras de acuerdo a la época y a la cultura, mientras que la pulsión de poder, como instinto, permanece invariable.

Así como el dictator romano era el magíster populi, el senador del pueblo, la divinidad de hoy se transforma en pueblo, en patria o en interés colectivo y los gobiernos autocráticos aparecen con mil cuerpos distintos. El hecho es que los logros alcanzados con la extensión y ampliación de los derechos humanos y las libertades democráticas en los últimos 50 años distan mucho de estar consolidados. De los 156 países estudiados por el Índice de libertad económica, sólo 71 son libres o mayormente libres. Cerca de 140 países, alrededor del 70% de los que hay hoy en el mundo, convocan elecciones y dicen practicar el método democrático. Los principios enunciados no reflejan, sin embargo, la realidad vivida. No sólo apenas una de cada diez personas de la población mundial siente que los gobiernos responden a la voluntad del pueblo (Estudio del Milenio, Gallup) sino que las tensiones sociales y la violencia, la brecha de desigualdad y el crecimiento de la pobreza, han hecho resurgir el fanatismo y el autoritarismo mientras que la sutileza psicológica de nuevos métodos de dominación consigue el consentimiento de las propias víctimas. Hoy en día, el simulacro democrático es el que mejor oculta los mecanismos sombríos del poder.

La ambición de mando, como la necesidad de logro o de prestigio, tiene su origen en un instinto humano cercano al de superación. A diferencia de éste, sin embargo, no sólo aspira a ir más allá, como la fuerza que nos lleva a hacer algo mejor o a diferenciarnos de los otros, sino que busca influir y dominar a los demás.

El porqué esta pasión se exacerba en unos, y no en otros, hasta tomar un carácter obsesivo es asunto de la psicología individual. El estudio de la inferioridad piscopática y de los desórdenes narcisistas de la personalidad ha arrojado mucha luz sobre las complicaciones anímicas que llevan a este tipo de voracidad. Su dinámica se encadena a la ambición y de todas las pasiones es la más devoradora. Gran parte del debate que en los siglos XVII y XVIII dio origen al concepto de pasión compensadora fue la necesidad de encontrar antídotos contra tan peligrosa y perniciosa pulsión. Lo importante, sin embargo, no es entender por qué hay gobernantes contemporáneos que creen, como los de la antigüedad, que el nuevo orden humano alcanzado bajo su guía se derrumbará si ellos mueren o dejan de tener poder, sino por qué hay millones de personas que, hipnotizados por su carisma, tiran por la borda el mayor logro de la modernidad que fue la diferenciación de una consciencia individual. Como señala Wilhelm Reich en su estudio sobre la psicología del fascismo, » todos los dictadores han erigido su poder sobre la falta de responsabilidad social de las masas. Es ridículo afirmar que el gran jefe psicópata por sí solo haya podido abusar de setenta millones de personas».

La dictadura ha sido tradicionalmente entendida como la concentración del poder en una sola persona, como una forma de mando autocrático, un gobierno de facto cuya legitimidad reside principalmente en la fuerza. Pero así como los grandes regímenes totalitarios del siglo XX se diferenciaron de las dictaduras militares porque alcanzaron legítimamente el poder por medios democráticos y en lugar de someter por la fuerza a las masas, las hipnotizaron y consiguieron su adhesión, las autocracias de nuevo cuño se cuelan por haber encontrado en la democracia participativa y directa un espacio retórico para el sustento inconsciente del principio primitivo del jefe y la dominación carismática. Esto es posible, entre muchas otras razones, por la atomización de la sociedad en unidades aisladas y por el uso despótico de la esperanza y el miedo, las dos pasiones de incertidumbre con mayores implicaciones políticas.

Podremos tener la peor opinión de la concepción liberal, pero su visión fundamental sigue vigente: las instituciones políticas independientes son indispensables para limitar el poder y para proteger a los miembros de la sociedad de la arbitrariedad. Sin un gobierno de leyes, no de personas, la comunidad cae en un estado de desamparo. Así como la promesa mileniarista de un nuevo reino difiere la exigencia de resultados y mantiene la ilusión, la destrucción de las instituciones e instancias intermedias, la carencia de leyes que garanticen la vida, los contratos y la propiedad, producen un estado de indefensión que propicia un tipo de despotismo basado en el sentimiento infeccioso de miedo e incertidumbre. La relación entre el mando y la obediencia es de mutua influencia. La sumisión es solo una cara del poder porque sin la conformidad y el consentimiento de los subordinados el mando se derrumba.

Si, como señala la tradición contractualista, el poder es la capacidad de la que cada quien dispone, la voluntad y la fuerza para actuar que sólo son parcialmente cedidas y delegadas en otros para el logro de la convivencia social, cabe preguntarnos cuáles son los mecanismos que no sólo hacen imposible revertir dicho mandato sino que impulsan a las personas a fusionar su identidad con la del mismo que los domina. Existe en el ser humano una contradicción perenne entre el deseo de libertad y el miedo a ella. Como señala Reich, «la evolución hacia la libertad exige una brutal ausencia de ilusiones, pues solo entonces logrará eliminar la irracionalidad en las masas humanas y restablecer en ellas la capacidad de asumir su responsabilidad y de ser libres».

Nuestra noción de libertad no es ingenua. Sabemos desde Nietzsche, Marx y Weber, que todo individuo nace frente a un poder ya constituido y que éste responde a un sustrato estructural, a las relaciones de producción y al funcionamiento de las organizaciones sociales. Pero aún si nos suscribimos a la tesis del hombre disciplinado como producto de las relaciones de dominación, como conjunto escindido de actos, gestos y articulaciones constituido por el mismo poder, seguimos sin detallar la dinámica por la cual se produce la conformación. No sólo la pobreza y la carencia han creado seres frágiles, desconfiados e inseguros, sino que las ideologías políticas dominantes, sobre todo la oferta populista como medio de ascenso al poder, han generado un culto a la debilidad y han propiciado seres colectivos cargados de resentimiento, personalidades dependientes de los jefes, del Estado, de la caridad. Como señala Michel Foucault, el debate sobre el poder no debe ser planteado desde la prohibición y la coacción sino desde la sugestión y la exhortación, desde los códigos internos de un espacio de subjetividad que predispone la acción, desde las emociones que nos mueven.

Lo más importante de ese debate, además, es darnos cuenta de que el ejercicio del poder no funciona sin un discurso de verdad. Lo que no midió Foucault es que dicho discurso alcanzaría su máxima perversidad destruyendo la posibilidad misma de la noción de verdad, anulando los criterios de falsación, revirtiendo el discurso, invirtiendo los valores, desplegando el más absoluto cinismo. Cuando el gobernante todopoderoso se declara la víctima, cuando el caudillo opulento que concentra en sus manos las riquezas más grandes de una nación acusa de codicia al trabajador, cuando la realidad más visible es declarada inexistente frente a nuestros propios ojos, perdemos toda posibilidad de orientación.

La reaparición y fortalecimiento del populismo y de las propuestas socialistas anacrónicas en la izquierda autocrática latinoamericana responden precisamente a la producción y circulación de un discurso de dominación. El factor clave de este recurso retórico es hacer pasar como antídoto el mismo mal que diezmó el espíritu de la población, debilitar al ciudadano, inflar titánicamente el Estado, reducir la esfera privada. Cuando a partir del Renacimiento, el ser occidental se enfocó en el fortalecimiento de la propiedad privada, no lo hizo como defensa de un deseo egoísta personal (la codicia existió siempre) sino como construcción de un ámbito social necesario para superar el ordenamiento de sumisión despótico de los reyes que, desde esa época, comenzó a llamarse Estado. El control de las relaciones mercantiles bajo el régimen jerárquico del Estado y la restricción de la propiedad privada implicaban la eliminación del ciudadano. Lo privado delimita un espacio que no está sujeto al dominio de otra voluntad, un pedazo de soberanía al margen del imperio y sed de poder de los reyes y caudillos. La dependencia económica del Estado no solo conduce a la pobreza sino que debilita al ciudadano autónomo para convertirlo en súbdito. Los ataques a la propiedad privada son una estrategia de dominación, sobre todo en nuestras sociedades donde ha perdurado el culto al hombre fuerte que asalta el Estado como representación mágica de la voluntad general. La posibilidad de frenar el nuevo auge de regímenes autoritarios pasa principalmente por un ejercicio de psicología colectiva. Es ver a través de los mensajes ilusorios que nos vuelven ciegos de esperanza y es reconocer que tenemos miedo pero que también podemos enfrentarlo.

«Hay millones de personas que, hipnotizados por su carisma, tiran por la borda el mayor logro de la modernidad que fue la diferenciación de una consciencia individual»

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