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Miguel Ángel Martínez Meucci
@martinezmeucci

Desde un principio, la Modernidad política ha estado marcada por un hecho incontrovertible: la progresiva ampliación de la esfera de la política y del ejercicio de la ciudadanía a una porción cada vez mayor de la población. La situación ideal, el objetivo de dicha ampliación, ha sido que todos los miembros adultos de una comunidad política estén en posibilidad de fungir como ciudadanos, lo cual pasa por la constitución de un régimen de igualdad política. Al constituirse de este modo una única clase de miembros de la comunidad política, las diferencias entre gobernantes y gobernados deberían (en una situación teórica e ideal) tender a desaparecer, y en todo caso dichas diferencias no podrían, en ningún caso, contar con ningún tipo de legitimidad o justificación legal. Dividir a los ciudadanos en función de prerrogativas significaría borrar el legado de las revoluciones americana y francesa.

Sin embargo, la Modernidad política ha pretendido alcanzar dicho objetivo en sociedades radicalmente distintas a las de la Grecia antigua, donde nació la democracia. Las sociedades modernas no sólo están constituidas por millones de habitantes (lo cual dificulta ostensiblemente el ejercicio práctico y efectivo de la ciudadanía), sino que surgieron a la par del Estado, ese mecanismo de generalizado control y dirección de la población, que otorga un poder descomunal a quien lo maneja. La igualdad política que pregona la democracia se topa así con la situación prácticamente inevitable (aceptada como legítima por los demás regímenes políticos, pero preocupante para el demócrata) de que algunos ciudadanos gobiernan, mientras que otros son gobernados.
Semejante paradoja sólo puede salvarse mediante los indispensables artificios que la Modernidad política incorporó a la vieja idea griega de democracia, cuales son la representación política y el Estado de Derecho: quien gobierna lo hace en fiel sujeción a un mandato popular y en estricto apego a las leyes. En la democracia moderna, las diferencias entre gobernantes y gobernados no han de ser esenciales, sino meramente circunstanciales; el gobernante se limita a cumplir con unas funciones de gobierno, dentro de ciertos marcos previstos por la ley, y mientras así lo dictamine la voluntad mayoritaria y recurrentemente consultada de la población.

En otras palabras, al ejercerse en sociedades de masas que han adquirido el status de ciudadanos, la democracia moderna es imposible sin instituciones. Por tales entendemos la Constitución, las leyes, los tribunales, las distintas magistraturas y funcionariados, los partidos políticos, las asociaciones civiles, etc. El tamaño de las empresas políticas en nuestra época es tal, que sin toda esta “ortopedia” sería imposible alcanzar un mínimo nivel de eficacia en la acción política, al igual que a día de hoy se nos hace impensable viajar sin ayuda de trenes, aviones y automóviles. Una vez asumidos los postulados de la Modernidad, todo intento de ejercer la política sin ayuda y soporte institucional tenderá a parecernos relativamente torpe y primitivo.

Sin embargo, el intento (colosal, heroico y a todas luces positivo) de desarrollar un régimen democrático en sociedades de masas no constituye, ni remotamente, una tarea acabada o que podamos dar por alcanzada. Así como la democracia ha evolucionado para adaptarse a la sociedad de masas, también lo han hecho las diversas formas de gobierno tiránico. La forma tiránica por excelencia que se desarrolló en el seno de las sociedades de masas es el totalitarismo, y si bien no toda tiranía de nuestro tiempo es totalitaria, éste constituye su máxima expresión, su tipo ideal. Ahora bien, el auge y caída de los totalitarismos del siglo XX, así como la aparente victoria de la democracia liberal en los años 90, generaron un estado de la opinión a nivel mundial por el cual las “formas totalitarias”, o las prácticas más visibles del totalitarismo, llegaron a ser ampliamente conocidas y denostadas. El despliegue visual, las consignas, la uniformización y demás notas distintivas del totalitarismo llegaron a ser suficientemente conocidas como para generar notables anticuerpos en un buen número de ciudadanos de las democracias contemporáneas.

A principios del siglo XXI, lo que se evidencia como prototipo aggiornato de la tiranía parecer ser, quizás, un modelo más sutil, aunque quizás no sea absolutamente distinto al totalitarismo del siglo XX. El totalitarismo no rechaza el andamiaje institucional con el que la Modernidad dotó a la democracia para hacerla factible en sociedades de masas; antes al contrario, reconoce pragmáticamente en dicha “ortopedia” un conjunto de instrumentos ideales para ampliar y disfrazar el alcance de la acción tiránica. En una era democrática, jamás la tiranía se presentará como antidemocrática; todo lo contrario. Igualmente, en una era marcada por los rituales institucionales de la democracia, la tiranía no combatirá públicamente las instituciones; más bien las usará y permeará hasta vaciarlas de todo contenido democrático, convirtiéndolas en meros instrumentos de la voluntad tiránica.

Lo que cabe decir al respecto es que las instituciones son instrumentos (y como tales, medios amplificadores, potenciadores) del poder de una comunidad política, o de la voluntad del tirano de destruir dicho poder. El carácter instrumental de todo medio es siempre neutro, y por ello potencialmente ambivalente; el sentido final de la acción ejecutada mediante un instrumento no le es inherente, sino que tiende a emanar de la voluntad de quien lo emplea. No otra cosa es lo que se aprecia hoy en el ejercicio “institucional” que llevan adelante una multiplicidad de regímenes que, a pesar de guardar ciertas formas democráticas, no podrían ser cabalmente denominados como democráticos.

Esta reversión del propósito original de las instituciones democráticas se desarrolla de múltiples maneras, que van desde la perversión de los rituales de adhesión a la república (convirtiéndolos en rituales de adhesión al tirano), hasta la deformación forzosa de la voluntad popular expresada mediante el sufragio (transformándola en un mecanismo controlado de relegitimación perpetua), pasando por el secuestro de las diversas ramas del poder público (por el cual los organismos originalmente creados para refrenar el poder del gobierno se dedican entonces a concentrarlo) y por la práctica de un discurso absolutamente cínico, orientado al encubrimiento y a la práctica sistemática de la mentira (con lo cual se logra que las personas terminen desconfiando de su más inmediata capacidad para distinguir lo que es real de lo que no lo es).

Las consecuencias de este vaciamiento de sentido que las tiranías de nuestro tiempo ejercen sobre las instituciones, secuestrándolas y empleando su carácter instrumental al servicio de su voluntad tiránica, no pueden ser menospreciadas. El efecto más grave que ocasionan no es tanto el fortalecimiento de un gobierno tiránico en particular, hecho que resulta siempre más o menos circunstancial, sino el profundo desánimo que inducen en gruesos sectores de la ciudadanía, los cuales terminan por desconocer el propósito original de las instituciones democráticas y acaban por considerarlas (no sin razón, en las circunstancias en las que son obligados a vivir) como meros apéndices de la voluntad que los oprime. La institución deja de ser comprendida como instrumento al servicio de la voluntad popular y pasa a ser experimentada, en el mejor de los casos, como un cascarón vacío, y en el peor, como un enojoso medio de dominación.

Todo secuestro de las instituciones en función de intereses particulares tiene este efecto pernicioso, que bien podemos considerar como génesis y esencia de la antipolítica de nuestros tiempos. Mientras las instituciones se mantengan secuestradas y desvirtuadas, los ciudadanos de una democracia moderna (acostumbrados como están a contar con su “ortopedia” institucional) tenderán a enfocar sus esfuerzos en la búsqueda particular de la satisfacción de sus intereses. Y así, en la medida en que desconocen u olvidan las potencialidades de su acción mancomunada, son fácilmente sometidos al imperio de la tiranía. La antipolítica, la muerte de la política, no es tanto el cuestionamiento de la política y de los políticos profesionales como la situación que sobreviene con la desaparición de lo que une a los hombres, de aquellas condiciones que les permiten actuar concertadamente.

Los miembros de una comunidad política pueden reaccionar de diversos modos ante tal situación. La antipolítica que nace en el secuestro de las instituciones puede recibir, asimismo, respuestas antipolíticas, como el estallido de una generada violencia o la constitución de mafias e impositivos grupos de interés. El populismo es, quizás, una respuesta protopolítica, un intento preliminar por resignificar las prácticas de la política que, sin embargo, no acierta a refundar la igualdad política ni a generar un fortalecimiento institucional. Cuando las instituciones (los medios o instrumentos, y a consecuencia de ello, la política en general) parecen haber perdido sentido, la respuesta propiamente política no parece ser otra que la recuperación del sentido original de la acción política, o redescubrir lo que Arendt llamó en cierta oportunidad la “gramática elemental de la política”.

Si las instituciones se caracterizan por su carácter instrumental, su utilidad es ampliar el alcance y la capacidad de la política, pero no la constituyen en su esencia. La esencia de la política descansa en lo que permite a los seres humanos constituir un mundo en común, emprender tareas en conjunto. En primera instancia, esto pasa por la posibilidad de reunirse y conversar. Sin espacio público y sin palabra razonada no hay política posible, de modo que toda recuperación radical de la política pasa por la práctica continuada de la reunión y la conversación, que luego han de estar orientadas a desarrollar acuerdos y promesas firmes para acometer tareas comunes. Dichas tareas, obviamente, sólo pueden atender a lo que interesa a todos, de acuerdo a lo que cada quien considera importante y trascendente. Y para acometer cualquier tarea es necesario movilizarse y organizarse. La gramática esencial de la política se compone, pues, de espacio público, palabra razonada, intereses, valores, acuerdos, movilización y organización.

¿Cuál puede ser la suerte de las tareas políticas que se enfrascan en los rituales institucionales, sin atender previamente a la necesaria reunión de los ciudadanos, a la toma del espacio público, a la discusión razonada, a la persistente conversación sobre intereses y valores, a la estructuración y respeto de acuerdos, y sin contar con suficiente movilización y organización? ¿Qué espera a toda tarea política que no pase por despertar en el ciudadano la pasión por pensar en lo que pasa y discutirlo con los demás, revelando el poder que encierra la acción colectiva? Sólo puede ser una política vaciada de sentido, acompañada de la consiguiente disolución social. El reto de enfrentar una tiranía es el de la recuperación de la política desde su gramática elemental, desde la resignificación de toda acción mancomunada y desde la repentina toma de conciencia del poder que encarna un conjunto de personas decididas a acometer una tarea común. Sin enfrascarse en esta tarea, resultará extremadamente ardua y complicada la necesaria recuperación de las instituciones para la democracia, ya que sólo el ejercicio elemental y originario de la política permite emplearlas a favor de la gente y de un régimen de libertad. Sólo entonces se hace evidente el verdadero y más genuino sabor de la libertad; sólo entonces se descubre que el verdadero sentido de la lucha contra la tiranía, y el único que puede aglutinar a todos por igual, es la (re)conquista y disfrute de la libertad.

Tomado de GUAYOYO EN LETRAS