amanecer“Al final la cólera, por muy profundamente justificada
que esté, termina destruyendo a los coléricos. Igual que
lo que amamos nos hace renacer, lo que odiamos nos
degrada y acaba con nosotros”.
Salman Rushdie,
“Dos años, ocho meses y ventiocho noches”, 2015.

Alejandro Oropeza G.

Hay amaneceres que no desean complicarse con heroísmos de nadie, que no quieren colgar barbas en las ramas del tiempo y alargar inútilmente los minutos. Hay amaneceres que son hijos de los días previos, que son luces sin sombras partidas y que siempre regresan a buscar la dicha en una alegría compartida. Son la frescura del todo, la certeza de hechos que se nos incrustan en el alma como un deseo, como una alegoría cantando al mundo su júbilo, son la posibilidad de un futuro mejor a partir de entonces. El amanecer lo limpia casi todo, permite aspirar un aire que se siente nuevo; hasta el triunfo y la derrota, esos dos impostores, son entendidos desde los sueños de las posibilidades al despuntar la luz recién llegada.

Siempre retorna, insistente, la eternamente derrotada oscuridad a luchar contra la luz, y persistentemente acude la cólera a cantar nefastos en medio de la mañana. La rabia encamisa la inutilidad de la penumbra desatando insomnios, medios pasos en las ramas de misterios maltratando la voluntad, pretendidos obituarios decretando muertes a la alegría, a la inteligencia, a la voluntad compartida de un universo que se expande en las manos y en la sonrisa; sí, en la mano aquella que se posa en un corazón roto al final de los días, en la sonrisa aquella del niño negro que cargaba la tierra, según Andrés Eloy. No se cansa la alegría, tampoco la cólera pero, la alegría no cambia de amos, no los tiene; la cólera y la violencia sí, tienen amos y se turnan en sus cantos opacos.

A veces, las noches parecieran alargarse, buscando la reversibilidad de lo esperado, para detener por siempre el grito jubiloso, para saciar la sed de la posibilidad del estoy contento porque sí. Al alargarse la noche oscura se aproxima ella, inexorablemente, al amanecer. Él está más cerca, es la luz en la esquina, la sonrisa al acecho en la comisura, la unión, el abrazo posible y esperado ¿y dónde la cólera? Sí ahí, en su espionaje innoble.

Hace poco tiempo un amanecer vistió de luz a una fiesta, buscó saludos para todos, para el celebrante y también para los otros. Entendimos que en medio de los aires nuevos del día, regresábamos a la posibilidad de ser uno, de ser muchos caminando sin cadencias ni regulares ni monótonas. Fue un himno a la posibilidad de mejores tiempos, para todos, para aquellas manos posadas en el pecho. Para la madre rota que clama a los vientos sordos la muerte violenta del hijo de todos; para los que vemos sombras que susurran la esperanza funesta y vana al oído sordo de quien no tiene lejos. Fuimos muchos sin sumar enemigos, volvimos a los tiempos donde un resultado no dividía la vida, donde un tercero disidente no era un ciego sin cobijo al pie de una escalera sin usar. Fuimos, otra vez, la Venezuela de cuántos sin el aciago verbo desesperado con la urgencia del minuto que se alarga buscando el suicidio de otros. Somos nación, no partidos excluyentes o números vacíos que suman acuerdos.

Pero, la cólera quiere regir, quiere hablar, quiere vociferar ecos rotos sin aires frescos en campos desecados con la cal de la muerte viva. Desea la rabia capitanear, el engaño absorber la posibilidad, destruir para repartir el despojo; rescatar la humillación, decirnos donde reposa la sangre coagulada que aún no se riega; invitar a una fiesta donde los jirones de carne nueva se pudran en los acertijos de futuros desconstruidos desde los escritorios y las tribunas de mil palacios dorados por dentro. Amenazan la guerra, la patria con apellidos, la traición, la ideología que corrompe los oídos, que trampea al amanecer, que le quita el canto a la muchacha, que perfora el pecho de quien ama, que destruye y cambia la sonrisa por la mueca que grita y aplaude con colores de garzas corocoras elevando el vuelo, regando colores negros.

Pero el amanecer siempre se impone triunfal en las orillas azules del deseo, declama la alegría por el aire nuevo; la alborada trae la sangre de la patria, y por eso toda patria siempre es joven porque siempre, tarde o temprano, regresa a amanecer con quienes sonrientes la esperamos.

Recibimos a la Patria nuevamente, con un coro en la boca, con una alegría en el espíritu; hay otros llamando sangre, queriendo rabia, a esos no los entonan los cantos y no los contempla la luz.