inconstitucionalidad“Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos
no esté asegurada, ni se adopte la separación de poderes,
carece de constitución”.
Constitución francesa de 1791, Art. 16.

Alejandro Oropeza G.

Más allá de la pretensión “universalista” de la Revolución Francesa en general y, en particular, del texto transcrito que hace referencia, no a la sociedad francesa sino a toda sociedad; es evidente que el legado de dicha afirmación se extiende vigente y operativo hasta nuestros días. Y, en efecto, punto cardinal de una sociedad pretendidamente democrática lo constituye, urbit et orbi, entre otros tantos, los principios referidos ya en 1791 en Francia de: garantía de ejercicio y protección de derechos asegurados por el propio Estado; y, la adopción y vigencia, en la estructura misma de ese Estado, de la separación de poderes. Si se carece de estos “requisitos”, aún cuando exista un texto magno, el mismo no puede ser considerado una Constitución y, en consecuencia, si la Carta Magna reconoce tales principios y la práctica los niega, esa sociedad carece igualmente, de Constitución en la operatividad del sistema político emergente del texto y del día a día en que ese Estado actúa.

En nuestra Tierra de Gracia no pocas han sido las negaciones a los aspectos que la Constitución Francesa revolucionaria de 1791 estipulaba, muchas veces, en la vigencia de un “barroquismo constitucional” vociferante, también urbit et orbi, de derechos y contenidos que definen, en el papel, el fundamento democrático y federal de nuestro Estado. Así, en nuestra tradición constitucional, se estipula el aseguramiento del Estado de Derecho, entre otros aspectos, y se reconoce, como Norte absoluto de la actuación de los poderes públicos, el respecto de la separación de dichos poderes; lo cual, finalmente, emerge como un ardid discursivo que, de verdad verdad, sirve para todo.

El profesor mexicano Diego Valadés, siguiendo a Carl Th. Welker y Freiherr von Aretin, reconoce en el Estado de Derecho un estado de razón, de entendimiento y de racionalidad política pero, finalmente, en una situación que se caracteriza por una sujeción de la acción del Estado a la Constitución, es decir, a la observancia de una “lógica” de actuación basada en un respeto al derecho. Este derecho se opone a un no-derecho que no se transforma en derecho por el hecho de ser aplicado u obedecido. Acá el punto clave, veamos: no es derecho algo opuesto a la lógica jurídica, no es jurídico algo emergente del no-derecho, así el Estado utilice los medios para imponer sus consecuencias en la sociedad (la violencia entre otros) y manipule la lógica (disfrazada de verdad) para justificar la negación del derecho. Es decir, el derecho, en tanto tal, no sirve para todo.

La última frase nos recuerda uno de los momentos más oscuros de la historia venezolana. Nos referimos a la frase atribuida el general José Tadeo Monagas el cual, en medio del asalto a la institucionalidad de la República patentizada en el ataque al Congreso Nacional opositor a su voluntad, afirmó que “la Constitución sirve para todo” es decir, para legitimar su propia negación, para ir en contra de los principios establecidos en ella, para negar el derecho que de la misma se desprende, asegurando la promulgación sucesiva de un no-derecho acomodado a la voluntad y al interés personal de los que momentáneamente ejercen el Poder Ejecutivo. El momento, en 1848, evidencia una dramática oposición entre la racionalidad política y la irracionalidad de la fuerza, de la “viveza”, del “porque sí, porque me da la gana” del caudillo de turno. Es convertir en arcilla maleable los principios que caracterizan a la democracia y utilizar sus propios principios para negarla y desmantelarla.

Pero, así como el general Monagas reconoció la utilidad del texto constitucional para apuntalar y legitimar sus tropelías, lo mismo podría decirse de lo contrario, de la inconstitucionalidad, servida como justificación para el no-derecho revestido de racionalidad jurídica instrumental y así, emerge la afirmación: “la inconstitucionalidad también sirve para todo”, fundamentalmente cuando se manda al traste la separación de poderes y se arrincona al poder más legítimo, por los mecanismos de su conformación, como lo es el Poder Legislativo, piedra en el zapato de toda democracia caudillista, de toda pseudo democracia, de toda democracia totalitaria, de todo régimen híbrido que niega al sistema democrático en que él mismo se sustenta.

En estos últimos meses hemos visto emerger una realidad muy curiosa, la de un poder público negando sucesivamente las acciones de otro poder público, pero a través de mecanismos novedosos en el día a día: los pronunciamientos incuestionables e inapelables de una Sala Constitucional en contra de la Asamblea Nacional. Fundadas, tales decisiones, en una “interpretación” del derecho promulgado por el órgano (Asamblea Nacional) que legitima la propia actuación del TSJ. Se trata de la sucesiva producción de un no-derecho impuesto por los mecanismos institucionales de la propia democracia y, por tanto, la negación de la democracia por sí misma. Es una irracionalidad política que crea una ficción de derecho sustentado en un no-derecho ¿por qué? Porque supone la inobservancia del principio por excelencia que define la “universalidad” de la Revolución Francesa y del Estado contemporáneo: la vigencia sin cortapisas de la separación de poderes. Y sin tal separación, recordemos, no hay Constitución.

La historia, ese paciente e inexorable juicio, juzgó al general Monagas como un déspota vergonzoso en la narración de la evolución republicana venezolana y grabó fatalmente la frase que lo caracteriza en el tiempo: la Constitución sirve para todo; y me pregunto: ¿Cuál será el juicio de esa historia respecto de la otra frase no dicha, pero absolutamente presente en nuestra realidad? Si, esa devenida de la acción de un Poder sobre otro: la inconstitucionalidad sirve para todo.

Esperemos…