Alejandro Oropeza G.

“Queremos compreender, temos que compreender.
Como foi possível tanta estupidez, tanta frieza na maldade?”.

Edson Telles, en “Democracia e estado de exceção”.

Crédito: www.elinformador.com.ve

Crédito: www.elinformador.com.ve

Pocos eventos en nuestra Tierra de Gracia logran aun sorprendernos; pareciera que todas las posibilidades desastrosas se han ido cumpliendo una tras otra, una tras otra… como si un reloj maldito en cada tic tac decretara la oscuridad, el silencio y los derrumbes del alma nacional sobre los mármoles desgastados de gestas pasadas, que solo sirven ya para adornar inútiles y falaces discursos grandilocuentes que saben a gloria herida, a estandartes transparentes.
Una tumba profanada, los huesos nobles al aire, depositados quizás al pie de un altar que rompe auroras, que se duerme sobre velas cansadas de apretarse contra la esperanza rota; dos pares de vidas idas rebuscadas al fondo, en la oculta y nocturna algarabía de botellas quebradas de ron rancio y oropéndolas de restos de perro que valen más la vigilia que los un escritor de historias. Ese… servirá de leña para la vergüenza extraviada, para el tabaco de boca de goma, para los íconos callados con la mirada perdida lejos, uno que otro sonriente, otros mustios en su labor de trajinar con espíritus perdidos por los caminos del viento triste. Pero, seguramente una Bárbara prisionera de yesos y colores, con copa y espada, esta vez santa, registra la ósea ofrenda. La de papel, renace perdida buscando la pluma de su génesis propio, el tarso de la mano que le dio vida, recuerda la barbarie que le procuró la fama, el miedo que la acurrucó en los brazos de un forastero que finalmente la rindió, al perderse a la vuelta de un borbollón amarillento. Es posible que una sonrisa le marque el sino, celebra el triunfo final de su estirpe de tinta; sin cráneos va altiva adelante y rodilla en tierra se afirma en la Edad Media reconstruida al Sur del cementerio quebrado, acá mismo, en la quinta curva. Lejos, aquel viento triste se lleva la carcajada hueca y la pone en la cima blanca más alta de la patria y ríe, ríe el triunfo sobre el carcomido resto del despojo sin indulto que sin carnes se rinde resignado entre los humos de la historia que no ha escrito la página final del día.
Abajo… unos cuantos cadetes de Dios oyen una brisa hueca que bromea en la nieve eterna, respiran el regocijo final de minuto que da la última vuelta por la esquina para verlos de frente y asaltarles el recuerdo de dos mil años de pasiones abiertas. Es otra profanación a la luz de Sol, con las mismas cuencas huecas ya sin alcohol o con él, no importa. La humillación desfila en la memoria y parte lejos cuando acompañada va por la cobardía del pecado que se comete acompañado, pero que se cancela a solas, en otras tumbas calladas. La seguridad del hierro posible, del fuego al fondo de una alcantarilla, servirán para revivir las hogueras del asedio ahí, a plena calle, en el renacer acontecido de los campos extensos donde la desnudez arropaba el despojo de la humanidad de cuántos y en donde el trabajo y la paz le regalaban a los sepulcros comunes la vida perdida, como si nada.
Los vimos correr… ¡Eran tantos despojados! Eran la humanidad cubriendo, nuevamente, la pretensión de la vergüenza que aquellos querían ver, que aquellos querían revivir del expolio primero que le dio al mundo el perdón para siempre. Luego vimos también a los otros, regocijados en el triunfo, celebrando (o conmemorando) la nueva titánica batalla celestial ganada a los cadetes de Dios, que huyeron derrotados, cubriendo la distancia final entre la vida y la certeza de los futuros. Preparaban el desfile de las sotanas, bisoñas aun, despojadas, conquistadas a los batallones de la cristiandad al pie de la Sierra Nevada. Allá, donde también se mancilló la memoria de los caballeros epónimos de la ciudad de las cumbres.
Una brisa triste corrió de Norte a Sur y de Este a Oeste, llevaba obligada las carcajadas del triunfo sobre la tumba desterrada de sus silentes habitantes; iba y venía entre los pies puestos sobre el negro instante, batía a rabiar los pabellones oscuros de la derrota de Dios en cada batería que delimita la tierra. Recitaban urbit et orbi la llegada de la nueva inquisición, la que requisaría hasta las tumbas deshabitadas, la que despojaría hasta la última toga negra, la que reinaría sobre los tiempos sentada en los nuevos tronos y llevando en la diestra a la barbarie rehabilitada y en la otra mano arrastrando una sotana deshilachada.
Pero, más lejos aún… un ojo triangular de dos mil años y, muchos millones de “Luzardos” que preparan su llegada, contemplan en silencio el boato de los altares falaces y las batallas que se conmemoran al pie de la cordillera.
Solo aguardan su momento… como siempre lo hacen, desde el origen de los tiempos…