Alejandro Oropeza
oropezag@gmail.com
“Los unicornios y las hadas parecen poseer más realidad
que el tesoro perdido de las revoluciones”.
Hannah Arendt, en “La brecha entre el pasado y el futuro”, 1961.

Venezuela ProtestasEntregamos la libertad, que se ejerce finalmente en los espacios de lo público, no viendo los acontecimientos desde la televisión en nuestras casas; debemos opinar, confrontar ideas, conversar, entendernos como pueblo, sabernos como sociedad, y dialogar (palabra y acción que debemos rescatar de su marasmo).

Insistentemente escuchamos en nuestra vapuleada Tierra de Gracia el lamento por la pérdida irremisible de oportunidades, que dejamos ir el autobús del destino que pasó veloz por alguna parada de la historia en alguna calle del universo posible; jamás tendremos de vuelta la posibilidad desechada por unos y la culpa de otros, deploramos. El punto es que siempre acude, como es lógico suponer, una vez tras otra, una nueva oportunidad, mejor que la previa y el cataclismo del destino no logrado nos vuelve a atormentar como sociedad. Casi siempre, por no decir siempre, se asocia la pérdida de ese dorado destino con los ingentes recursos que, producto de la renta petrolera, nos han servido de piso para esas posibilidades perdidas. Oímos que en un determinado periodo de tiempo la cantidad de recursos recibidos por aquella vía no se igualan a la totalidad de los percibidos con anterioridad, que con ellos pudimos haber hecho, construido, edificado, señalado rumbos triunfantes, refaccionado a la sociedad, al Estado, al gobierno (en oportunidades hasta generar un hombre nuevo), reconstituir a los unos pero también a los otros. En fin, la oportunidad perdida se lleva al limbo deseos, esperanzas y los destinos, los grandes destinos para lo que estamos siempre preparados pero que nunca logramos asir, nunca logramos concretar.

No es, bajo ningún imaginario, falsa la realidad que percibimos; no es infundado el reclamo para el liderazgo responsable de las oportunidades desperdiciadas. Pero, olvidamos que ese liderazgo emerge y es reconocido de y por una sociedad que también es, en muy buena medida, responsable del marasmo de los sueños que hoy se vuelven pesadillas, muy reales además. Pareciera que cuando la sociedad eleva liderazgos para su conducción, se divorciase de ellos y no le cabe ningún compromiso con la gestión de aquellos que de su propio seno surgen; más aun cuando el fracaso se sienta al lado de los compromisos que generan al poder, de los acuerdos que legitiman la acción política ¿No es responsable la sociedad que elige sus liderazgos, solidariamente responsable con ellos, de la pérdida de sus oportunidades? ¿Se puede fraccionar a esa sociedad entre responsables y no responsables de la fractura de sus destinos posibles?

¿No será que ese autobús utópico nos ha dejado por otros motivos? ¿Es posible que exista “algo” que nos imposibilite, nos inhabilite como sociedad para hacer realidad potencialidades que creemos poseer y que nos impide ser como pretendemos ser? Pero, ¿Sabemos qué queremos ser? Y, más aun ¿Existen ciertamente tales potencialidades? En fin ¿Qué nos pasa como país que llegamos a los siglos tarde, que vamos a la saga del bienestar y la calidad de vida de los demás una y otra vez? Somos venezolanos los que nos estamos matando día a día en las calles, la delincuencia y la saña no es importada ¡Surgió acá! Los que miramos para otro lado cuando al semejante lo atacan y lo persiguen somos nosotros mismos. La pregunta es ¿No éramos ya así? ¿La escisión que nos sacude violentamente como pueblo es tan nueva como la certeza de la pérdida de la última oportunidad? ¿La razón de nuestros destinos truncos está solo en el desperdicio de la renta petrolera, en su rapiña racionalmente distribuida y, en muy buena medida, aceptada?

Hannah Arendt cuando pretende identificar y darle nombre al tesoro perdido de determinados momentos históricos de la humanidad, que en oportunidades identifica como revoluciones (fundamentalmente la americana y la francesa pero también la húngara de 1956), es asertiva al señalar que lo que se pierde es, en América: la “felicidad pública”; en la Francia revolucionaria: la “libertad pública” y, afirma que la dificultad para comprender la dimensión de la pérdida radica en que en ambas realidades el énfasis está en lo público. Y la concreción que traduce en hechos el ejercicio de lo público deviene entonces en libertad. Libertad entendida como posibilidad de y para crear un espacio público en el cual los ciudadanos puedan reconocerse, interactuar, opinar y expresarse y que fuese el seno posible para que, entonces, aquella libertad pudiese aparecer.

De allí es posible afirmar, que la libertad se basa en una tradición, que nos permite identificarnos unos a otros, y nos hace determinarnos como sociedad posible pero también como sociedad real. Así, se aceptan los fundamentos que nos definen (más allá de todas las rentas posibles) y nos ayuda, la tradición, a seleccionar, nombrar, trasmitir y preservar el tesoro que ciertamente poseímos o poseemos y, lo más importante, conocer cuál es su valor real. Tal reconocimiento se sustenta claro, en la libertad y está en la paz, pues sin una no existe posibilidad para la otra. Nuestro problema, uno de tantos, recordando a Arendt nuevamente, radica en que si la mente es incapaz de generar paz y de inducir a la reconciliación, inmediatamente se encuentra enredada en su propio tipo de conflicto, uno de los cuales es arrojarnos mutuamente la responsabilidad de los fracasos. El fin es encontrar al culpable, no avanzar. Se trata de retomar, si alguna vez existió, o generar la posibilidad de ejercer acción, pero indisolublemente unida al pensamiento; de abrir la ventana para el análisis de lo que actuaremos. Llamar al pensamiento en auxilio de la acción para construir posibilidades, requiere tener consciencia de que nuestro tiempo; este, el presente, está determinado tanto por cosas que ya no son como por cosas que todavía no son. He allí un punto de partida.

El tesoro perdido no es la posibilidad extraviada por la irresponsabilidad para generar futuro con la renta dilapidada una y otra vez. Eso es consecuencia de la pérdida de lo público como elemento y sustrato unificador de la sociedad, del reconocimiento del otro como par, como igual. Allí se nos fue de la mano la paz que sustenta la libertad y nos hicimos ciegos seguidores de utopías que quizás nos dieran satisfactores inmediatos y fáciles.

¿Por qué? Entre otras razones porque se olvidó que la tradición es la amalgama original del futuro. Sin tradición, o con ella manipulada con nuestro propio consentimiento, entregamos la libertad, que se ejerce finalmente en los espacios de lo público, no viendo los acontecimientos desde la televisión en nuestras casas; debemos opinar, confrontar ideas, conversar, entendernos como pueblo, sabernos como sociedad, y dialogar (palabra y acción que debemos rescatar de su marasmo).

Nuestro tesoro no está irremisiblemente perdido. No, está ahí frente a nosotros esperando…

Tal Cual digital, 4 de febrero de 2017