Héctor Silva Michelena con su esposa, la profesora Adicea Castillo

 

“Repito con Buñuel: Yo conozco el nombre de mi enfermedad, es la vejez. Insisto en que envejecer es más difícil que morir, renunciar de una vez al último suspiro cuesta menos que renovar el sacrificio diariamente y al por menor. Soportar la propia decadencia y aceptar el empequeñecimiento es más amargo que desafiar la muerte. Hay una aureola de la muerte, trágica y añosa, que deja en los labios una larga tristeza de caducidad creciente”

Por Héctor Silva Michelena*

Dije que la vida me había sido mezquina. No de cosas materiales, nunca las tuve nunca. Era de la vida feliz, yo pensaba en san Agustín. En este opúsculo, escrito en 386, Agustín afirma que la razón lleva a la verdad suprema que es Dios, y quien posee a Dios es feliz. Yo nunca he logrado esta posesión suprema. Pensaba en la gratitud, en la amistad como sentimiento puro y desinteresado. ¡Qué lejos está de mí la frase de Violeta: “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”!

Repito con Buñuel: Yo conozco el nombre de mi enfermedad, es la vejez. Insisto en que envejecer es más difícil que morir, renunciar de una vez al último suspiro cuesta menos que renovar el sacrificio diariamente y al por menor. Soportar la propia decadencia y aceptar el empequeñecimiento es más amargo que desafiar la muerte. Hay una aureola de la muerte, trágica y añosa, que deja en los labios una larga tristeza de caducidad creciente.

He amado las candilejas de la tarde, las nubes creadoras de colores que no existen sino los ojos del artista. La vejez ascendente aparece entonces más conmovedora, el ardor juvenil se difumina en los ojos del horizonte. El alma es una ruina oscura. Mi corazón jamás habla, por temor y por vergüenza. Me burlo siempre del momento que pasa y tengo la emoción retrospectiva. Esta tarde una languidez homicida volvió a apoderarse de mí; me invadieron el hastío, esa horrible bestia que acosaba a Baudelaire, y una tristeza mortal se instaló en mis huesos.

Una nada y todo queda en peligro, una nube y todo se entenebrece. A una tiniebla solo puede iluminarla convenientemente otra tiniebla, escribió memorablemente san Juan de la Cruz. ¿Qué me dijo ese pájaro con su mirada serena, iluminada y tranquila, donde las montañas y las nubes, las milagrosas nubes, nos hablan de una alegría suspendida? Hay una brizna de hierba que sonríe. Hay un recuerdo en el cielo. ¿Por qué tengo esta alegría? Por haber pasado unas horas saludable. Sentía yo la influencia irresistible de la bondad.

La vida que quiere afirmarse en nosotros lo hace sin nosotros. Se rehace a sí misma, vuelve a tejer sus telarañas. En verdad, yo no he tenido nostalgia de la muerte. Me gusta sentir vivamente la poesía de las rosas. Peleo contra las garras de la bestia llamada enfermedad. Sin metáforas. He amado las tardes con sus nubes de colores y sus soles de largas cabelleras, húmedas de besos.

Ahora leo a Apollinaire: Señor mío, Cristo está desnudo, cubridlo cubridlo, con el manto talar apagad sus ardores. Me basto para alimentar para siempre el fuego de mis delicias, y los pájaros protegen con sus alas mi rostro y el sol. No sigue el poeta de la eterna juventud. Pero escucho leyendo la frase musical que inventó el amor, el amor obsesivo. Pero dio sus frutos.

Estoy mareado. Apenas puedo escribir, lo hago para terminar esta música de viejo organillo. Ciertamente, pude escucharlos en la esquina de mi casa. Los dolores me abruman, mas puedo recordar mis momentos de alegrías. Por ellos he vivido, y por ellos voy a recorrer el trecho que me queda.

Esta es mi última nota. A los pocos que leyeron, gracias. Y a los que no, también

El Nacional Septiembre 7, 2019