…”gota a gota que te cuente
mis penas el tinajero”.

Sabana, Simón Díaz. 

Alejandro Oropeza G.

Fue como una sombra pesada atravesando la noche, más oscura que la tiniebla que habitaba afuera y que se mezclaba con vientos y pesares nacidos ahí, en ese centro quebrado. Fue un relámpago negro y sin luz buscando cobijo en una soledad que apenas comenzaba su camino. Sin contemplar los cielos cercanos aquellos párpados buscaron razones más allá del sueño desvelado; ahí en la mano aterida que insistía en aferrarse a una sábana empapada de sudores. Un sacudón que reclamaba negativos volteó el cuello de un lado a otro mientras se buscaban respuestas posibles en el piso frío que tocaba ya un pie desnudo. Un millón de preguntas en tropel acudieron certeras una tras otra a veces, organizadas en baterías alucinantes de dudas sin respuestas o ya con ellas incorporadas.

Fue el primer atisbo de partida, la primera emanación que comenzaba a irse. La certeza persiguiendo contrarios en la historia que se iniciaba unas calles más abajo. También, comenzaba a marcharse la noche y quedaba por ahí dando vueltas un sabor salobre a lágrima guardada, a pecho con punzadas, a boca amarga reclamando esperanzas. Un vacío se acurrucaba sobre las últimas costillas y una taquicardia manchaba pañuelos blancos, casi amarillentos perdidos en gavetas inquietas. Fue, nuevamente al amanecer, la certeza de una posibilidad que se vestía delante de la carne como un acertijo traicionado, que ya no buscaba respuestas, que no entendía razones, que no perseguía justificaciones. Así, se escuchó una canción lejana y el estruendo de mil pájaros yendo o viniendo de cualquier lugar. Allá, la montaña comenzaba a despedirse recibiendo la opacidad ambarina de la lejanía y unos zapatos descalzados se miraban buscando solidaridades en un espejo oxidado en el fundamento de su función.

Supo que partía, que se iba, que no se quedaba, que buscaba, que dudaba, que quizás renaciera, que otros andaban por delante, que otros vendrían atrás, que tenía miedo, pero también esperanza, que así no valía la pena vivir pero, tampoco morir, que prefería la novedosa incertidumbre de aquel acertijo resuelto, que le dolería, que extrañaría, que lloraría, que contemplaría a lo lejos una bandera que comenzaba a ondear más cercana por lo lejana, que la sabana se quedaría solita mirando a otras garzas combatientes en ríos que ya se iban quedando atrás. Cuántas cosas ya comenzaban a quedarse… atrás.

Fue una asonada tibia que quién sabe de dónde vino, de un oído ocultando al otro su propio plan. Todo se hizo silencio en un segundo… y se escuchó diciéndose calladamente “SÍ, ya es hora”. Y le dolió el estómago y comenzó a oler el aroma de café que ya se filtraba por la ventana rota del alma, hacia allá, hacia la montaña que comenzaba a decirle adiós, hacia la sabana que ya se sabía solita. Y supo que mil tinajeros comenzaban a contar el gota a gota de sus penas, encerrados en cristales de madera reclamando futuros próximos.

Su “SÍ, ya es hora” se convirtió en un universo de carne y mundo, de camino nuevo, de valija contraída, de historia que se comenzaba a quedar atrás haciéndose ajena; y de otra que llevaba en sus ojos y que estaba más allá de un páramo que mata, por delante de unos pies que no querían cansarse, de un frío que calcina y de mil voces que ya no te quieren. Se comenzó a marchar aquella madrugada, a la vera de un relámpago que quedó colgando de su párpado esperando el aullido de su alma que decía adiós desde temprano.

Se fue desde entonces, se metió los pocos o muchos años en varios bolsillos e imaginó…: la vida… la risa y el amor que se iban lejos o ¿se quedaban? Retozó de nuevo con aquel azul que lo acompañaría eternamente, con la ola que de niño lo buscaba y que lo esperaría quizás algún día para jugar de nuevo. Vio mil tumbas nuevas que aguardarían su visita para decir un adiós que se quedó dando tumbos en una carta. Vio las caras que no sabían y se despidió de ellas en silencio. Se siguió yendo de a poco, en cada paso, en cada esperanza que se le quedaba atrás, en ese amigo que quizás le seguiría y al que no vería jamás, perdido y disuelto en otros mundos. Pensó en los tiempos cuando la pesadilla se olvidaba contándola, imaginó las eras extrañas con sueños partidos sudorosos a la orilla de una cama lejana y nuevamente ajena; acaso pesadillas que no se olvidarán porque no tendrá a quien contárselas. Se metió también la montaña en el alma, con los mil pájaros multicolores que le decían adiós. Se metió el miedo en el bolsillo que le quedaba libre. Se guardó la esperanza en el primer párpado que visitó la sombra pesada aquella noche y miró allá… allá lejos, en la sabana.

No vio nada cuando se fue… solo sintió el olor de una flor que perfumaba a un río y un puerto lejano que con la brisa le enviaría sus canciones de mar.

Y desde entonces fue parte de una diáspora que andaba por el mundo con un azul de orilla alegre celosamente guardada entre las manos.

oropezag@gmail.com

WDC.