Alejandro Oropeza G.

“El sentido de la familia en el mundo romano es político,
se relaciona estrechamente con la emoción de la fundación,
de la que emana la obligación. Toda nueva familia reproduce
la gran acción de la fundación, que apunta a la obligación
y la continuidad”.
Hannah Arendt: “Diario filosófico. 1950-1973”.

 

Dos hechos coinciden en la realidad emergente en nuestra vapuleada Tierra de Gracia: por una parte la estrepitosa caída en los niveles de aceptación y popularidad del régimen heredero de los gloriosos desastres de Hugo Chávez; y por otra, la acentuación de la diáspora criolla huyendo y desplegándose a lo largo y ancho del mundo, lo que se constituye ya en una problemática en no pocos de los países vecinos de la Subregión ¿Quién dudaría de la triste correlación que se puede establecer entre ambas variables? A medida que se incrementaba la impopularidad del régimen encabezado por Maduro producto a su vez, de la marcada y contundente ineficiencia en la atención de la abultadísima Agenda Social Nacional, ineficiencia que raya en el abandono del diseño de políticas públicas mínimas como producto de una exigua acción estadal que vaya más allá del mero diseño de estrategias para mantenerse en el dominio del poder; en esa misma medida, los venezolanos de todo nivel tomaban la decisión de abandonar el país a buscar suerte en otros destinos más cercanos o más lejanos.

Así, una triada terrible y triste comenzaría a definir los hechos que irían vaciando día a día nuestro país: la ineficiencia gubernamental, determinaba el abandono de apoyos por parte de la población al régimen y ello, en conjunto, llevaba a la decisión de marcharse a buscar mejores oportunidades y seguridad en otros lares. Tres elementos que pueden intercambiarse en su relación causa-efecto como queramos, pero cuyo resultado al final de la ecuación decisional es el mismo: la diáspora más numerosa que en la historia de América Latina ha ocurrido desde que el mundo es mundo.

En un principio, la diáspora nacional estaba compuesta por una buena mayoría de profesionales y técnicos, hombres y mujeres que estaban en capacidad de ofertar sus habilidades y conocimientos más allá de nuestras fronteras y que, en buena medida, realizaban contactos preliminares antes de partir, con lo que se aseguraban un trabajo estable y seguro lejos del hogar. Había aventura y riesgo, sin duda, pero también ciertos niveles de certeza en la partida; a la par que no pocos de los integrantes de esta fase de nuestra diáspora, viajaban una vez liquidaban o vendían parte o la totalidad de sus activos en el país, lo que les permitía vivir con relativa seguridad en los primeros tiempos de su arribo a sus nuevas ciudades de residencia. Ello, les permitía instalarse, si viajaban con los hijos ubicarlos en escuelas y colegios para continuar su educación, etc. Esta hemorragia de profesionales y técnicos se iría incrementando a medida que pasaba el tiempo, producto del incremento de la crisis nacional, por llamarlo de alguna manera, pero también por las comunicaciones y contactos que comenzaban a nacer más allá del terruño; las relaciones hechas por los pioneros, motivaban a otros a seguir a amigos y parientes en los lugares en donde se podía contar con posibilidades ciertas de desarrollo, seguridad, tranquilidad y trabajo productivo.

Luego, vendría la masificación de la huida; comenzamos a escuchar de nuestros compatriotas de todo nivel de formación y preparación el deseo y la necesidad de marcharse. Ya la planificación del traslado se agotaba en escasos procedimientos de gestión, que buena parte de las veces dejaban en manos de familiares mientras se iniciaba el camino. Buena parte de los profesionales y técnicos, que tenían dispuesto y pensado emigrar en su gran mayoría ya lo habían hecho, ahora tocaba el turno de otros compatriotas tocados por el afán de buscar futuro más allá. Y vimos entonces abandonar el benévolo país a una legión de venezolanos por cualquier medio, incluso aventurando la escapada a pie, en autobuses, con los hijos de la mano, con sus pocas pertenencias al hombro aligeradas a más no poder para la travesía incierta, fatigosa y triste. Allí, en aquellos caminos se haría presente nuestra solidaridad acostumbrada pero también, como es lógico suponer, aflorarían las más bajas pasiones y comportamiento del ser humano necesitado, abandonado y desesperado.

Atrás quedaba todo, los recuerdos, las esperanzas rotas, los amigos, los deseos de crecer, trabajar, disfrutar y morir en la tierra que nos vio nacer, las frustraciones, la rabia, la alegoría de caminos truncados que palpitaban en la mano pequeña que ilusionada caminaba al lado de una fuerte y hermosa mujer que andaba mundos para conquistar el futuro de aquel que se confiaba a ella en esa pequeña mano. Pero, quedaba también y fundamentalmente: la familia, con el aliento contenido viendo partir a sus miembros, con el llanto roto y la tristeza al ristre contemplando la fractura de las relaciones parentales que ya no podrían resistir el bombardeo inmisericorde de las ausencias.

Si algo ha venido definiendo y caracterizando a la sociedad venezolana, a toda nuestra sociedad, es el valor intrínseco y superior de la familia. Ella ha sido el eje alrededor de la cual las posibilidades, los logros, las ilusiones y los pesares tienen sentido y encuentran acomodo. Cuando un “pana” logra hacerse del cariño de un amigo, con el tiempo deja de ser tal para ser tratado como miembro y parte de la familia, ya es el hermano nuevo que llega a integrarse, ya el nuevo miembro pide la “bendición” a los mayores y pasa a llamarlos “abuelo” o “abuela” y ya no habla de “tus padres” sino de “los viejos”. Esos somos ¿éramos?, una sociedad de casas abiertas para quien llegase, en donde la familia se constituía en la amalgama de todo lo que existía y definía las vidas, los esfuerzos y trabajos. Lo mejor de nosotros se evidenciaba allí en ese núcleo unificador de solidaridades y compañías que nos acompañaba a través de los años. Una certeza de compromisos fraternos, más amplios o más restringidos, nos señalaba el norte de la esperanza y las realizaciones de sueños. También era y es, el refugio a donde vamos a buscar el consuelo cuando se abate una circunstancia desfavorable que nos afecta la vida.

La diáspora ha roto la estructura familiar tradicional del venezolano. Ya una madre anciana espera, no la visita, sino la llamada lejana de un hijo, una hija, un nieto que crece muy distante. Ya las reuniones por cualquier motivo se graban en celulares para que sean compartidas en un pequeño cuadrito que lleva la vida por el mundo entero y nos hace ser partes de una alegría que nos deja más tristes luego de los segundos animados que redefinen el transcurrir distante. Las familias venezolanas menguan en su estructura y miran a lo lejos esperando el regreso de sus miembros, antes de que el torbellino de la desgracia propia les robe el tiempo disponible.

¿Existe justificación para esto? ¿Cómo denominaría el procerato anti imperialista a esta guerra? Ya tenemos la “económica” y la “eléctrica” será esta ¿La familiar? ¿La guerra familiar? Diseñada en el escritorio de madera ancestral del “Salón Oval” de la Casa Blanca, esa que Nicolasito cree que está en New York. Han diseñado una nueva misión que hace ecos vergonzosos de aquel maravilloso poema de Pérez Bonalde “Vuelta a la Patria”, y nuevamente, el sarcasmo político es el componente, la ignorancia y el irrespeto a quienes emprenden una nueva vida más allá del destino patrio. Pero, con ella, con la misión, está el reconocimiento cierto de la realidad: la partida masiva de los venezolanos buscando hacer realidad sueños más allá del terruño, con la esperanza de volver, de regresar antes que se nos haga tarde.

No creo que el régimen tirano sobreviva al impacto de la desmembración de las familias de la patria (entre otros componentes que minan su frágil premanencia), ese hecho está presente como una herida profunda en el corazón de cada una de las familias que tienen repartido por el mundo a sus integrantes. Ese valor, el de la familia, es superior para nosotros y definitivo. Trasciende la caja de comida, va más allá de la violencia que va de parrillera en una moto impostora, sobrevive a los incendios de gandolas con insumos para que la propia familia respire un poco de paz y sosiego, persiste en la frase que en estos últimos días acompaña al nombre del dictador, porque el eje fundamental del desprecio, se edifica sobre el atributo más grande que reconocemos los nacidos en esta tierra: la madre y con ella el respeto ancestral que le debemos desde siempre a las mujeres de acero noble que han edificado a esta sociedad. Con esos valores, vamos por el mundo, con esos principios nos reunimos en la distancia los que nos conseguimos. Con un buche de llanto que nos desfigura el alma anhelamos el retorno y la reunión en familia ¡Esa! La propia y la ajena, la que nos dio la vida y las otras, las que nos regaló el destino.

Muchos, la gran mayoría, no queremos hacer nuestros aquellos hermosos, pero desoladores versos de Pérez Bonalde, escritos en 1875:

Madre, aquí estoy; en alas del destino
me alejé de tu lado una mañana
en pos de la fortuna
que para ti soñé desde la cuna;
mas, ¡oh suerte inhumana!
Hoy vuelvo, fatigado peregrino,
y sólo traigo que ofrecerte pueda
esta flor amarilla del camino
y este resto de llanto que me queda.

WDC

@oropezag – oropezag@gmail.com.