Alejandro Oropeza G.

“…el espacio político democrático, en tanto orden político,
sólo puede ser agonal, lo que implica que los oponentes no son un enemigo
a eliminar sino un adversario cuya legítima existencia se debe tolerar
y respetar (como diría Ernesto Laclau).
Esto implica aceptar su derecho a defender ideas pacíficamente
en el espacio político. Entonces, quienes se plantean con el propósito
de destruir el orden democrático o desdeñan de sus instituciones
o principios -por precario que éste sea o se considere-
no hacen más que colocarse como enemigos del mismo”.
Jorge Gómez Arismendi: “La democracia amenazada”, 09/09/2013.

 

Muchos, aun hoy día creen que la mejor forma de defender o perfeccionar a una democracia es atacándola. Aseguran que el motor que prestaría la fuerza necesaria para que las políticas públicas, los planes y proyectos del Estado fuesen, como por arte de magia, eficientes y efectivos, además de éticos, es que los partidos políticos abandonaran la diatriba pública y todos rezaran un mismo credo salvador. Pero, ¿a quién tocaría diseñar tal credo salvador? ¿Quién sería el depositario de la verdad absoluta que a todos convenciera para iniciar un camino libre de debates y oposiciones? Simple, una persona o grupo de personas que impusiera sus criterios, mientras el resto de esa sociedad asiente y dice amén sin que le pueda asistir la voluntad propia a nadie de discrepar de aquella santa verdad. Tal situación, como bien se puede entender, sería todo menos una democracia, así le acosen todos los defectos imaginables.

Hace pocos días, el 11 de septiembre, se cumplían 45 años del golpe de Estado en Chile que derribó al régimen del presidente Salvador Allende. Y no pocos han sido los análisis que dan cuenta de cómo la erosión del sistema democrático propiciado por los propios demócratas chilenos, en la práctica, le puso la alfombra roja a tan nefasto y triste periodo de la historia no solo de Chile sino de América Latina. Salvando tiempos y distancias, se puede asegurar que algo semejante le ocurrió a la democracia venezolana. Con todos sus defectos que se le achacaban y con las pocas virtudes que se le reconocían, el sistema democrático venezolano perdió la oportunidad de una perentoria necesidad de renovación hacia su interior. Ello era pertinente no solo respecto de la institucionalidad misma del Estado venezolano, sino también de sus mecanismos o medios de intermediación entre Sociedad y Estado, sean estos partidos políticos, medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, iglesias, etc. Pero, aquellos llamados a iniciar tales procesos y adelantar la modernización del sistema político nacional creyeron que, antes de la misma reforma posible, era necesario arrasar con lo existente y sobre el erial político que quedaría reconstruir un nuevo orden democrático e institucional. Y, más allá de eso, muchos prefirieron destruir y acribillar a los propios partidos políticos que habían creado y fundado para impedir, para detener la necesaria renovación de liderazgos que era lógico esperar ocurriera en los partidos políticos clásicos nacionales. De esta manera, al igual que en  Chile, no hubo tiempo para salvar el error. En la república austral aguardaba la oportunidad, la felonía militar para imponer su voluntad y aplastar la cultura democrática de generaciones. En la república caribeña también aguardaba la oportunidad, la felonía militar la cual, lo que ya es historia, intentó en dos oportunidades derrocar a un régimen democrático electo por la voluntad popular. En nuestro caso, buena parte de las élites políticas, económicas y sociales le tendieron la alfombra a un mesías salvador que, cabalgando en el corcel de la destrucción de las instituciones democráticas, llevaría a Venezuela a una de las más salvajes y profundas crisis que hemos vivido en todos los órdenes, quizás solo comparable a aquellas padecidas por los derrumbes de las repúblicas durante la guerra de independencia.

Pero lo que más llama la atención es que no hemos aprendido la lección, y me refiero a nosotros los nacionales de esta vapuleada Tierra de Gracia. Mientras los chilenos avanzan en un positivo proceso de afianzamiento de su sistema democrático y de su institucionalidad, y logran una convivencia basada en la diferencia y el reconocimiento de oponentes políticos, con todos los traumas a cuestas y resquemores que dejó la dictadura;  nosotros estamos empeñados en dividirnos en mil “toletes”. Ya no solo basta con que estemos, como país, partidos por la mitad (y esa proporción ciertamente no es verdadera hoy día) en razón de una pseudoideología fracasada e involucionada en el tiempo y en la historia, que usando definiciones de un inmediatismo rampante y una ignorancia supina nos divide entre cultores de la izquierda y la derecha. Es más, el calificativo de ser de derecha es utilizado como insulto y provocación para quienes no compartimos las tropelías y vagabunderías del procerato revolucionario. Ahora resulta ser que los propios que adversamos al régimen y no porque estemos confundidos o nos pague el Imperio, como bien se dice desde las alturas del dominio (que no del poder), estamos también partidos y divididos en quién sabe cuantos pedazos. En las redes sociales se leen pavorosos insultos, acusaciones, calumnias, mentiras, denostaciones en contra de la dirigencia opositora (si en medio de tal realidad es pertinente tal ejercicio), que a ciencia cierta el régimen no tiene que hacer absolutamente nada para descalificar a quienes hacen vida en los partidos opositores ¡No se salva nadie! Y tampoco nadie de los inquisidores presenta una prueba válida. Todos, absolutamente todos, están vendidos o comprados, hacen negocios, reciben sobornos, hacen turismo, viven exilios dorados, sacan a sus hijos del país, o los traen de vuelta, tienen vacaciones, ¡por Dios fin de mundo, vacaciones!, comen, beben y ¡hasta descansan! Tienen la desfachatez de reunirse con representantes de organismos internacionales y regímenes extranjeros para terminar de entregarle, a nombre del gobierno, el país y a cambio reciben millones y millardos de dólares, euros, oro y cuanto precio sea posible imaginar.

Si se invita a representantes de la oposición para acompañar determinada reunión en la OEA, inmediatamente las redes revientan de descalificativos para quienes podrían ser los designados en tales funciones, no se escapa ni uno. No existe nadie capaz ni confiable que tenga la credibilidad de asistir a dicha reunión, repito: NADIE. Pero, llama poderosamente la atención que también nadie, absolutamente nadie, la emprende en contra del flamante canciller de la república que asiste a esas reuniones en representación del régimen que tiene arrodillado a un país entero a punta de violencia, hambre, mengua, desabastecimiento, inflación y muerte. Seguro aplaudirán al canciller cuando insulta a los miembros de la oposición y dirán: ¡bien hecho, plátano hecho! Así es canciller, esos se merecen que los insulten por opositores y por estar allá en Washington quien sabe con la plata de quien.

La antipolítica llevó a la hermana república chilena a padecer 17 años de férrea dictadura militar, con miles de asesinados y desaparecidos y una sucesión de crímenes en contra de la sociedad que las más perdidas y negras imaginaciones palidecerían ante la realidad. La antipolítica llevó a Venezuela a confiar y entregar su destino a un encantador de serpientes sin preparación alguna para nada, salvo para hundir al país en la crisis y en la miseria. Hoy día, la antipolítica degrada a buena parte de aquellos que se han enfrentado al régimen, que han padecido violencia, persecución y cárcel. Pero, al parecer, aun no es suficiente, aun falta padecer el destino final de ver desplomarse al país mientras los agoreros del desastre y la antipolítica, al lado de los jerarcas del régimen, solo se arrimarán un poquito para que las ruinas no les caigan encima y dirán celular en ristre: “¿no están viendo? ¡Yo se los dije en un tuit!”

A casi veinte años del inicio de esta etapa, que ya imaginamos cómo será juzgada por la historia, es momento de retomar la senda del pensamiento y el análisis responsable. Es menester que, como sociedad, comencemos a retejer los hilos que permitan recuperar la confianza perdida en la sociedad misma y en sus representantes posibles. De otra manera como que finalmente, tendremos que traer del exterior, quizás de Cuba misma, o de Bolivia o Nicaragua, de Bielorrusia, quizás de Irán o de quien sabe donde al liderazgo opositor que guíe el reinicio del proceso democrático nacional cuyo sistema político ha sido destruido hasta más allá de sus cimientos y, tristemente, bajo la mirada callada de todo un país.

oropezag@gmail.com WDC.