Alejandro Oropeza G.

“[…]el culto a la personalidad,
la idealización de líderes políticos o religiosos,
la adoración de individuos seductores,
bien pueden constituir otras formas extendidas de fanatismo”.
Amos Oz, en “Contra el fanatismo”.

Crédito: elecciones3d.blogspot.com

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Siempre me ha llamado la atención las acusaciones procedentes de buena parte del liderato oficialista tildando de fascistas a otros líderes u organizaciones que no comulgan con el credo “revolucionario”; también, no deja de sorprender determinadas actitudes, no ya del liderazgo, sino de los grupos que apoyan al “proceso” que no les permiten o no desean ver algunas realidades, en oportunidades muy evidentes, que no favorecen ciertamente la capacidad de la gestión pública de nuestros gobernantes.
Se me ocurre pensar que estas dos actitudes traducen en la práctica del día a día dos aspectos que para nada aparecen como contradictorios, por una parte el fanatismo, cuya esencia primera reside en el deseo del fanático de obligar a los demás a cambiar, a corregir su vida, bien porque está irremisiblemente equivocado o confundido. La otra actitud se refiere a la acusación que referida al inicio, de atacar llamando a “los otros” fascistas, entre muchos otros apelativos. Pero, de verdad verdad la acusación, no hace sino reflejar algo mucho más delicado como lo es la confusión que caracterizó a los regímenes comunistas entre moral y política. Confusión que lleva a reivindicar, en opinión de TzvetanTodorov, algunos valores absolutos (como la igualdad, la libertad, la dignidad humana, la patria, etc., etc.) y que las acciones políticas internas y externas se desprendieran de tales valores. Lo cierto era que el fin de la acción del Estado no era otro que dominar y controlar al país y el límite de la acción lo establecían los jerarcas del partido.
El coctel emerge terrible, una dosis de fanatismo inoculado y estimulado en parte de la población y, otra dosis de dilución de moral con política. De allí a la descalificación pre fabricada del otro, del oponente con base a la alta moral que representa el ejercicio de la autoridad. Nótese que no hablo de poder sino de autoridad.
El fanático posee más interés en observar la actitud y la conducta de los demás que la propia, la suya es la correcta, la justa, la perfecta y no requiere ni revisión ni cambio. Es muy sencillo, nuestro fanático cree que su “sí mismo” es infalible y oponible a todos urbit et orbi; o bien, no existe (ese sí mismo), pero el fin que lo fundamenta es igualmente válido y oponible. Siendo esto así, es el dogma del fin último lo que mueve a un fanático y en el camino no existe la opción o la oportunidad de la crítica, de la reflexión. El fin es la utopía que está más allá de la historia, de la sociedad y de la propia esencia como ser (como ser social), porque ese ser responde no a la acción con los demás, sino a los dictados que formulan el piso dogmático de la conducta del fanático. Desde esta perspectiva, todo vale, todo es posible y legítimo; la ley es solo un medio para alcanzar fines y cambiar al que está equivocado, si no cumple ese rol, se desconoce; las instituciones son vías para alcanzar la utopía, si no cumplen ese cometido no vale la pena su presencia. El fanático es el dios de su propia convicción y no existe nada más.
Si estas características las mezclamos con la otra parte del coctel, la confusión entre moral y política, se puede decir que la mesa para la tiranía o el totalitarismo está servida.
En situaciones donde el fanatismo no se encuentra presente y donde la moral y la política no están o no pretenden diluirse, la acción política tiene como finalidad generar decisiones y acuerdos que produzcan beneficios a un país, por ejemplo. La acción entonces persigue generar satisfactores para la Agenda Social presente en un tiempo determinado pero, esos satisfactores no discriminan, no deberían discriminar, a unos en beneficio de otros en su aplicación ¿Por qué? Simple, porque todos somos ciudadanos, tengamos la opinión que tengamos y asumamos las posiciones políticas que asumamos. En la acción moral, por el contrario, se pretende la reivindicación de principios universales, es decir, oponibles a todos, y son esos valores los que determinan el comportamiento de la acción política, cuando ambas dimensiones se diluyen la una en la otra. La acción política se evalúa y juzga por sus resultados concretos, por el nivel de satisfacción que lleva a la sociedad, por la atención que da a la Agenda Social general. En tanto, la acción moral se evalúa a partir de las intenciones de quien la lleva a cabo, no importe cuáles sean sus resultados concretos, no los hay, la mayoría de las veces. Pero existe un detallito amigos míos, regularmente y casi siempre, quien “hace la moral” para los demás, no pretende someterse a ella por lo que es doblemente inmoral, consigo mismo y con los otros, fanáticos o no. También, casi siempre, este que pretende hacer la moral incuestionable aparece como mesías salvador de los destinos y solicita la inmolación social a estos fines máximos que reivindicarán a la patria y a la historia. La moral se transforma así en instrumento político e interviene en el ámbito de lo público. Son actos morales individuales que se transforman en elementos de la vida política; por lo que, a fin de cuentas, la política termina trasladándose al ámbito privado del liderazgo político, es decir, a la esfera de sus intereses particulares ¿Consecuencias?: la desigualdad, la persecución fanática por individuos que han abandonado y perdido su condición de ciudadanos. En definitiva la dilución de la moral y política y su instrumento de expresión perfecto, el fanatismo.
Y, cabe preguntarse, ¿Qué hacer cuando esta realidad se hace presente? Ser insumisos es una salida. Y la insumisión está muy alejada de recurrir a la violencia equivalente, requiere la construcción de acuerdos para generar poder (ahora sí) y desterrar la autoridad fanática basada en la moral maniquea y en el deseo de aniquilar al enemigo. El insumiso intenta situarse más allá de la imitación de los demás así como de plantear una rivalidad con los fanáticos. El insumiso asume como realidad que existe una desigualdad instaurada moral y fanáticamente entre partes de la población y esta desigualdad hay que enfrentarla construyendo acuerdos y posibilidades de acción en el plano de la relación de todos en la esfera de lo público y siendo parte de una sociedad altamente movilizada.
Ahora, respondamos una pregunta: ¿Qué es preferible para una sociedad que pretenda hacer futuro: el fanatismo y la confusión de moral y política o bien, el ejercicio de lo político abiertamente, generando acuerdos sucesiva y permanentemente renovados ahí en el seno mismo de la sociedad y no en conciliábulos de poderalejados del pueblo, así lo pongan ahí para que los aplaudan?
Piense usted y formule su respuesta.