por Tomás Páez

En un reciente encuentro realizado en el Instituto Sefarad-Israel en Madrid abordamos, con la profesora Federica Palomero, quien fuera directora ejecutiva del Museo Sefardi de Caracas, el tema de la diáspora venezolana y en particular la venezolana-judía

Se recorrió la historia de un país que recibió a los inmigrantes del mundo con los brazos abiertos y que, por obra del socialismo del siglo XXI, se ha transformado en un país cuya diáspora no cesa de crecer. Esa característica, la de ser un país imán de inmigrantes, se refleja de manera nítida en la historia de dos embarcaciones, el Caribia y el Koenigstein, que arribaron a Venezuela con pasajeros judíos que lograron eludir el holocausto nazi. La profesora Palomero se refirió a ese suceso muy bien retratado en un artículo de Brian Fincheltub, publicado en El Nacional y titulado Los barcos de la esperanza.

Los hechos transcurren en el año 1939. La primera de las embarcaciones, luego de un periplo de sucesivos rechazos, arribó a Venezuela, primero al Puerto de La Guaira y, dada la negativa, se trasladó a Puerto Cabello con la esperanza de obtener la anuencia del Gobierno. La autorización no llegaba y deciden viajar a Aruba, en donde reciben la aprobación del Gobierno venezolano. El barco retorna a Puerto Cabello y atraca en la madrugada del 3 de febrero en medio de la algarabía de los ciudadanos, que iluminaron la noche con luces de sus casas, coches y camiones, para darle la bienvenida a los recién llegados. A fines de ese mes atraca, en esta ocasión en el Puerto de La Guaira, la segunda embarcación, el Koenigstein. Los afortunados viajeros se establecen en la hacienda Maponte a pocos días de su llegada al país. Allí reciben de parte de la primera dama un camión lleno de víveres y camas.

Una década más tarde llegaban a costas venezolanas los “barcos fantasma”, título de un extenso y documentado artículo en el diario digital Eltambor.es de La Gomera. Se trataba de embarcaciones relativamente precarias, con personas que buscaban la “tierra prometida”. Fueron muchas y diversas las embarcaciones que hicieron ese trayecto. Decenas de miles de canarios, se estima que más de 150.000, llegaron a Venezuela, país que los recibió proporcionándoles un segundo hogar.

En décadas posteriores arribaron centenares de miles de italianos, más de un millón de colombianos, decenas de miles de portugueses, ecuatorianos, peruanos, chilenos, uruguayos, argentinos, dominicanos, haitianos, etc., que, igual que los anteriores inmigrantes, fueron muy bien recibidos. Venezuela no discriminó por condición social, raza o religión. Desde el inicio mismo del socialismo del siglo XXI comenzó el proceso inverso, una diáspora creciente que hoy se estima en más de tres millones de venezolanos. Es una de las características particulares de todo socialismo: su capacidad para producir diáspora. La venezolana es un inmenso desplazamiento humano en un lapso muy breve, cuyos orígenes descansan en la terrible inseguridad e impunidad que hay en Venezuela, a las que suma otro rasgo propio del modelo socialista, su indiscutible capacidad para destruir la propiedad y la economía, y para provocar una escasez crónica de “todo”, lo que en el caso venezolano ocurre en un contexto hiperinflacionario sin parangón en Latinoamérica.

El sistema socialista, como todo totalitarismo, se funda en la arrogancia de quienes lo impulsan, quienes se creen portadores de “un punto de vista superior” por razones bien de raza, religión o ideología. Por considerarse ungidos por esa superioridad intentan imponerla por todos los medios, incluidas la fuerza y las armas. Cuando el uso de éstas fracasa, se disfrazan de demócratas para aprovechar las ventajas que ofrece el sistema de libertades, con el único objeto de destruirlo.

El disfraz se ha perfeccionado y utilizan la noción de “pueblo” o de “democracia”, ahora sí “superverdadera”, para justificar la eliminación progresiva de la libertad de expresión y la propiedad privada. Intentan contraponer el interés egoísta de ésta al pretendidamente “altruista” o al “interés público” que ellos, nadie más, dicen representar. Esos escudos les sirven para justificar las expropiaciones y no vacilan en afirmar que “ser demócratas es expropiar”, lo que al final no es otra cosa que utilizar los recursos de todos los ciudadanos para asegurar su bienestar, que es lo que realmente les interesa.

Sobre este principio el régimen venezolano emprendió un agresivo proceso de estatizaciones y expropiaciones, onerosas y mal hechas, errores que cuestan hoy a los venezolanos miles de millones de dólares. Su rabia visceral a la propiedad privada les impide circunscribirse únicamente a la expropiación y por ello confiscan, invaden, decomisan mercancías que acompañan con asfixiantes regulaciones y fiscalizaciones. La casi totalidad de las empresas que estatizaron arrojan pérdidas y consumen recursos que podrían destinarse a la salud, la educación o la vivienda. Un caso emblemático de expropiación es el de la empresa Agroisleña, de origen canario, fundada en 1958 y expropiada en 2010, que suministraba insumos y comercializaba las producción de los pequeños y medianos productores del sector agrícola venezolano. Lo primero que hizo el Gobierno fue cambiarle el nombre, ahora se llama Agropatria, y durante el primer año de operaciones la empresa se colocó en números rojos, dejando huérfano al sector agrícola, cuya producción y productividad han mermado a niveles críticos. Acabaron con la empresa y con el sector agrícola que abastecía de alimentos la mesa del venezolano, propiciando así la escasez que hoy padece el país.

Se han apropiado indebidamente de los recursos que pertenecen a todos los venezolanos y negocian con ellos como si se tratase de su caja chica personal. Unas declaraciones recientes del presidente de la dictadura venezolana ilustran lo dicho: “Todo el que tenga carnet de la patria tiene que votar, eso es dando y dando. Estoy pensando en darle un premio al pueblo de Venezuela que salga a votar ese día”. El carnet de la patria es la tarjeta de racionamiento que permite el acceso a bolsas de comida por las que pagamos todos los ciudadanos, aunque se ofrecen como una generosa dádiva del Gobierno.

Si el presidente ofreciera los alimentos con los recursos de su bolsillo se le podría decir que está comprando votos. Pero no es este el caso. En primer lugar, preside el Gobierno responsable de la crisis humanitaria provocada por la destrucción del país. En segundo lugar, está intentando comprarlos con recursos que no son de su propiedad, lo que constituye un acto doloso. Pero, además, excluye a una parte de los propietarios, los que no tienen la tarjeta y que no votan por él, es decir, la mayoría del país y, por si fuera poco, la expresión revela el desprecio que tiene por el ciudadano y por el voto que vale una bolsa de comida: “el combo del desprecio”.

Los ciudadanos, de todas las nacionalidades y orígenes, huyen de la catástrofe que ha creado la dictadura, responsable de la creciente pobreza, hambre e inseguridad que impera en el país. Cada vez es mayor el número de ciudadanos que migran buscando otros horizontes. En el caso de la diáspora judía hay un agregado, la rabia secular de los voceros del régimen hacia Israel y los judíos. Se suma a las de aquellos países y gobiernos que desearían borrar a ese país del mapamundi, desconocen el Holocausto y asemejan la burocracia militar nazi a la de cualquier policía que impide una manifestación.

Una cronología rápida del ensañamiento del régimen con la comunidad judía en los 19 años de existencia da cuenta de ese proverbial desprecio. El régimen cuenta con grupos paramilitares que usa a discreción para atacar a periodistas, medios y sinagogas. En el año 2004, una comisión de la policía allana el colegio Hebraica y el Club Social Hebraica, acto que ejecuta frente a cientos de niños. El pretexto que utilizaron fue el de que buscaban armas y explosivos relacionados con la muerte de un fiscal. Vuelven a allanar el Club en el año 2007, por motivos parecidos.

Frente a esas agresiones y a su discurso antijudío, profesores de varias universidades del país nos pronunciamos en contra y decidimos crear el Observatorio Hannah Arendt, con el objeto de contrarrestar la campaña de odio de parte del Gobierno. Dos años después, en 2009, el actual presidente, fungiendo como canciller, expulsó al embajador de Israel de Venezuela, un mes después, grupos armados profanaron la Sinagoga Tiferre y un año más tarde el difunto presidente expresó: “Condeno desde el fondo de mi alma y de mis vísceras al Estado de Israel; ¡maldito seas, Estado de Israel!”. “Israel critica mucho a Hitler, nosotros también, pero ellos han hecho algo parecido, qué se yo si peor a lo que hacían los nazis”.

Afortunadamente, ese discurso del odio nunca caló en la ciudadanía venezolana, que sigue dándole la bienvenida a todos los ciudadanos del mundo.

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