Por Alejandro Oropeza G.
@oropezag


“Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora,…

el que suda de pena o de vergüenza… …”

César Vallejo: “Traspié entre dos estrellas”,

en: “Poemas Póstumos”, octubre de 1937.

 

No es que esté muy pendiente de las destempladas declaraciones o afirmaciones de voceros del procerato revolucionario pero, semanas atrás, me llamaron la atención unas dadas por la flamante, creo que vicepresidente, Delcy Rodríguez; y digo creo, no con sarcasmo o ironía sino que estos personajes como se rotan de una posición a otra permanentemente uno a ciencia cierta, termina sin tener certeza del cargo que ocupan y menos aún las verdaderas capacidades que poseen, más allá de una muy bien ejercida la cual es: la de la destrucción de todo aquello que tocan o sobre lo cual ubican su interés, su mirada. Además, sucede que muy poco de lo dicho y actuado ya nos sorprende, sobretodo si de retórica hablamos ya que, al parecer el sino sustancial de los prohombres y “promujeres” del régimen es precisamente la retórica, sobretodo aquella que tiene como objetivo cumplir la misión: un día más en el poder.

Y uno se pregunta ¿para qué? Sí, más o menos qué fin persigue la tal permanencia: ¿Diseñar políticas públicas responsables para atender la enorme agenda social? Descartado. ¿Generar satisfactores para elevar la calidad de vida de la población? Utópico. ¿Planificar en función de fines que vayan más allá de seguir saqueando y destruyendo el aparato productivo público y privado nacional? Descabellado. ¿Insertar al país en el curso de factores de desarrollo integral y sostenible en que buena parte del mundo avanza? Un sueño.

Pero bien, Delcy Eloína en días pasados afirmó, micrófono en ristre, que sentía “vergüenza ajena” a propósito de la gira que efectuaba el diputado y presidente encargado Juan Guaidó por algunos países de América del Sur. Inmediatamente pensé: ¿vergüenza o envidia? Pero ese no es el punto. Cierto es que los jerarcas del procerato no podrían aspirar ejecutar una gira y ser recibidos oficialmente por autoridades por ejemplo de: Ecuador o Colombia, qué decir de Perú o Chile, pasando por Brasil y Paraguay, por traer algunos ejemplos en nuestra Región.

En medio de esas reflexiones recordé un hecho muy puntual. El 23 de agosto de 2017, el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal), con sede en Buenos Aires, conmemoraba, como ya es costumbre en esa organización, el Día Internacional en Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo, con una conferencia en el Palacio San Martín, sede de la Cancillería de Argentina.

El hecho es que me encontraba en la ciudad y Gabriel Salvia, me invitó a participar en el evento con una intervención titulada: ¿Va Venezuela camino al Totalitarismo? Llegué al lugar de la actividad muy temprano, recuerdo que con una hora y algo de antelación y me presenté a las puertas del Palacio San Martín, dada la hora los funcionarios de protocolo y seguridad muy amablemente me informaron que podría acceder media hora antes del inicio de la reunión. Pues muy bien, en frente de aquel maravilloso edificio se ubica una muy plácida plazoleta la cual me dispuse a disfrutar mientras hacía tiempo.

En algún momento uno de aquellos funcionarios se acercó a informarme que ya podía acceder a la sala de la conferencia y, al escucharme el acento, me preguntó si era venezolano. Siguieron la afirmación, el saludo cálido, la bienvenida a la ciudad y la pregunta de si disfrutaba la misma, lo que reflejaba el orgullo del caballero por su estupenda ciudad.

Ingresamos al edifico, pasado un muy expedito control de seguridad, y ascendimos por una majestuosa escalera de piedra que, desde un primer momento me resultó familiar sin saber precisamente por qué. Esa sensación se la comenté al funcionario, trajeado éste de riguroso traje azul marino, impoluta camisa blanca y corbata gris oscura.

Me refrescó el pensamiento, y me informó que en aquella escalera en particular y en el palacio en general tuvo lugar el asunto, evento o circunstancia de la accidentada entrada de la, nuevamente, flamante canciller venezolana a la reunión del Mercosur en donde no se encontraba convocado el país (Venezuela) y por tanto, no había sido requerida la susodicha “ministra”.

Aquel funcionario me relató con lujo de detalles y muy rápidamente el incidente, desde el atropellado acceso hasta el abandono de aquel edificio por Delcy Eloína quien, finalmente, no lograría asistir a la reunión planificada. “Fue una situación muy incómoda y penosa para todos, imagínese usted” Sentenciaba el caballero. Tuve tiempo de pensar y calibrar el hecho mientras iba llegando el público a nuestra actividad en aquel majestuoso palacete del centro de Buenos Aires. Fue así como acudió a la memoria aquel suceso, mientras leía que Delcy Eloína sentía “vergüenza ajena” del presidente encargado Guaidó.

Pero a ver, ¿De qué siente vergüenza Delcy Eloína? De verdad verdad que me gustaría saber ¿Quizás del recuerdo de su paso por el palacio San Martín en Buenos Aires, en el cual los funcionarios que reciben a los visitantes guardan el recuerdo de los hechos sucedidos en aquella reunión del Mercosur, en la cual la “cancillera” venezolana no estaba requerida y que pretendió a como diera lugar, ingresar a la reunión, quizás pensando que se encontraba en su propio país al que mancilla arbitrariamente a diario? No sé ciertamente, porque para ella tal vez eso constituya un hecho del cual enorgullecerse y crea y considere que es merecedora de una “medalla”, de estas que últimamente se reparten a manos llenas en nuestra vapuleada Tierra de Gracia a represores, asesinos, pirómanos, torturadores, Etc.

Para ella imagino, podría ser una batalla librada a nombre de la dignidad de quién sabe qué o quién. No sé, insisto. Y lo digo porque me da por pensar que, en lo más profundo de la verdad que esta mujer atesora en el fondo muy recóndito de la reflexión sobre sí misma, de existir; ahí, encerrada en una caja semejante a aquella de Pandora, reposa la vergüenza propia de aquel hecho en el palacio San Martín, que todavía resuena en la sobriedad del mismo en el centro de la maravillosa ciudad de Buenos Aires, sin comentarla a nadie, tal vez ni siquiera a sí misma; y, al lado de esa vergüenza propia que pretende inútilmente descargar sobre el presidente encargado Guaidó, es probable repose, no muy plácidamente, un dejo de envidia por las lanzas rotas que riegan los caminos y que sólo conducen y quizás por ahora: a Turquía, Rusia, Cuba, Nicaragua, Bielorrusia, no estoy tan seguro de Bolivia, a pesar de los “padres nuestros” de Morales; y, claro, uno que otro país en donde una tiranía encuentra nido.

Las vergüenzas ajenas, buena parte de las veces, lo que hacen es representar las propias vividas a lo largo de los tiempos de cada quien, pues el referente comparativo de las mismas acude a prestar la información que da origen a ella. En el caso de la funcionaria del régimen, carcomido por todo chinche existente, la vergüenza propia se sazona con un poco de envidia, también propia

¿Las vergüenzas propias de quién…?

¿Las envidias de quiénes…?

WDC

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