ALEJANDRO OROPEZA G. @oropezag

“¡Los temores presentes son menos horribles
que los que inspira la imaginación!”.
William Shakespeare: “La tragedia de Macbeth”,
Acto Primero: Escena III.

Algunos autores definen la democracia como aquel régimen que traduce en la práctica la realidad de edificar posibilidades para convivir en condiciones de profundos y persistentes desacuerdos. De ser esto así, el tipo de régimen político venezolano que padecemos ¿sufrimos? sería el de una democracia casi perfecta, dado los niveles de desacuerdos presentes, no solo entre factores opuestos, sino hacia el interior de cada uno de los grupos de actores en pugna. Sin embargo, tal definición es, digamos, “matizada” por otros que opinan que en presencia de aspectos que buscan definir o revisar el contrato social que sustenta las relaciones entre Estado y Sociedad o bien, cuando circunstancias específicamente delicadas se hacen presentes, los acuerdos emergen como consustanciales, necesarios e indispensables a los esfuerzos destinados a garantizar la paz y la convivencia. Es decir, estamos en presencia de un dinámico y delicado equilibrio entre los desacuerdos y los acuerdos como componentes siempre presentes en las relaciones que se suceden entre Estado y Sociedad y entre los componentes integrantes de cada uno de estas grandes dimensiones de actores. De suyo se afirma, que en la medida en que el acuerdo tenga mayores posibilidades de ocurrencia legítima (es decir no manipulado u obtenido por medios extraños al acuerdo mismo) o bien, los desacuerdos estén presentes como característica rutinaria y normal de los procesos y la diatriba políticos, estaríamos frente a un tipo de régimen político más abierto, más democrático; entendiendo que el “diálogo” político y el uso de las herramientas esenciales al mismo deben necesariamente estar presentes en dicha realidad política. ¿Es pertinente el establecimiento de tal correlación?, veamos: para que haya fluidez en el funcionamiento del sistema político, este debe estar soportado en un entramado complejo de decisiones que traducen la operacionalización de los acuerdos alcanzados y de los desacuerdos presentes entre los actores involucrados ¿por qué? Simple, la paralización en la formulación de decisiones o su retraso tienen costos muy altos para los involucrados y, consecuentemente, para la sociedad, porque casi nada (por no decir que nada) en la dimensión de lo público, se resuelve por sí solo.

En el sentido referido, la comunicación política y su expresión más habitual: el discurso político, viene a representar en la realidad una forma, un medio de confrontación básica en donde, en opinión del profesor vasco Daniel Innerarity: el acontecimiento político está por encima del argumento que pretenda comprenderlo, el espectáculo sobre el debate y la dramaturgia sobre la comunicación misma. Así, la esfera, el ámbito de lo público (que es el de lo político según Hannah Arendt) queda reducido a lo que, el también alemán Jürgen Habermas, denomina “espectáculos de aclamación”; porque las opiniones políticas y los discursos son esgrimidos con tal finalidad y de tal manera que no se les puede responder con argumentaciones que expresen acuerdos o desacuerdos sobre el punto, sino por el contrario con adhesiones o rechazos de los seguidores, que poseen un basamento ideológico. Es este basamento, en muchas ocasiones discriminante y maniqueísta, el que articula las respuestas de los seguidores en particular o del público en general y no el discurso en sí mismo. Es decir, nos adherimos al responder, al fundamento ideológico del discurso y no a su argumento expositivo. De allí la imposibilidad del acuerdo y la emergencia constante y reiterada de los “ritos del desacuerdo”. Ello hace lógico, aunque por supuesto no deseable, que los líderes políticos se dirijan directamente al pueblo, en oportunidades a la masa que aclama ciega y/o utilitariamente, además de temerosa, con el objetivo consciente de radicalizar los asuntos con base a sustentos ideológicos y de apoyo irrestricto al líder mesiánico, lo que tiene un impacto directo en potenciar la dificultad para establecer negociaciones entre los partidos. Se observa una correlación positiva entre la calidad democrática y la de los productos resultantes del acuerdo y el compromiso real entre partes en pugna; mientras que, por el contrario, los radicalismos marginales no generan casi ningún resultado relevante positivo en beneficio de las sociedades en donde se han impuesto. Es así como los “ritos del desacuerdo”, referidos previamente y que conducen a los radicalismos marginales, lo que hacen es generar improductividades peligrosas y frustración, muertes y atraso, y ello porque agudizan la polarización, discriminan entre “duros” y “blandos”, entre intransigentes y posibilistas ante la opinión pública, entre los guardianes de las esencias absolutas innegociables y los claudicadores traicioneros. Todo ello no es más que una división absurda, un reparto del capital ideológico que dice soportar la construcción del discurso y de la acción política que entraba el acuerdo o cuando se alcanza es atacado por entreguista y/o mala conciencia. Ello acarrea a que en los grupos políticos llamados a negociar surja un dualismo: por una parte, quienes optan por el prestigio y la aceptación externa de las masas; y, quienes lo hacen por la aclamación interior. Y, como es lógico pensar, lo que favorece la coherencia interior suele dificultar el crecimiento hacia fuera. El académico vasco ya referido, afirma que en la radicalidad todos –es decir, más bien pocos- se mantienen unidos, mientras que las acciones políticas flexibles permiten recabar mayores apoyos y ello, aunque la unidad propia se encuentre en consecuencia menos garantizada. En la radicalidad, entonces, se apuesta al corto plazo y, generalmente, el resultado termina siendo un desastre; las acciones políticas flexibles, ciertamente suponen mayor riesgo (mayores costos de tolerancia, según el profesor Benigno Alarcón), no siempre salen del todo bien, pero cuando se logra el objetivo los resultados pueden ser extraordinariamente beneficiosos en el largo plazo para esas sociedades.

Surge entonces necesario el talento político del político para encarar la pugna, para diseñar estrategias discursivas y enfrentar la realidad, para batirse en el ámbito de lo público, pero no para conquistar adhesiones, sino para generar posibilidades y condiciones para alcanzar el inicio de acuerdos; de allí el talento indispensable para conciliar posiciones que aparecen como irreconciliables y que sean negociadas y finalmente aceptadas por los actores comprometidos. Dicho talento pasa por la capacidad para representar racionalmente los problemas y reformularlos, modelarlos de manera tal que permitan y viabilicen el análisis claro y directo; y, entonces, proceder a diseñar alternativas para su atención. El talento necesario igualmente, pasa por lo indispensable de no rehuir el desacuerdo, sino de asumirlo para que sea la base del acuerdo posible.

Desde esta perspectiva, entonces, y en medio de la tenebrosa realidad que vine nuestra vapuleada Tierra de Gracia, el ejercicio de lo político debe perseguir objetivos concretos entre los que podemos enumerar: pretender sintetizar operativamente la representación de los apoyos, de ese capital político que legitima la acción posible y válida por tanto; debe abandonar la vocería que grita a los vientos inflamados de llamas la mera confrontación de los intereses fijos de los representados y acceder a mecanismos que permitan construir algo común en fin, que unifique en la identificación de provechos respetando la diversidad.

Nos convocan a las puertas de la confrontación fratricida, se pretende desconocer el parecer y la cultura política de una sociedad que cree en la libertad y en la participación, se antepone el contenido caudillista y mesiánico, ya inútil y fracasado, por sobre la alternativa que permita el manifestarse de una voluntad democrática inherente a buena parte de la sociedad nacional.

¡Que hablen los liderazgos! ¡Que digan la verdad que los asiste!: si optan por el ritual del desacuerdo que nos llevará a la ruina total como nación y a la confrontación fratricida; o bien, si lo hacen por la responsabilidad histórica de avanzar en un acuerdo que amalgame paulatinamente de nuevo a la sociedad en la esfera del ámbito de lo público, del reencuentro y la reconciliación.

Sociedad que, de paso ha estado hablando, expresándose y reclamando un compromiso real, viable y sincero por parte de sus representantes a lo largo del tiempo.