José María Vargas

Telón de fondo
por Elías Pino Iturrieta

¿Cuesta mucho la implantación de hábitos republicanos? ¿Se puede pensar que las pautas de un gobierno de cuño liberal logren establecimiento en una década, o en un lapso menor, especialmente cuando apenas se han manifestado antes en el papel, pero jamás en los hechos concretos del juego por el poder? Estamos ante un asunto en torno a cuya explicación predominan las cautelas, es decir, la idea de que seguramente sean procesos que solo logran florecimiento en plazos largos. Como deben enfrentar una tradición de autoritarismo, o de fuerzas negadas a los cambios, es aconsejable pensar en fenómenos de difícil arraigo. De allí la trascendencia de las elecciones presidenciales de 1835, cuyo desarrollo fue, a primera vista, una hazaña del civilismo ante la influencia de unos sables afilados que parecían imbatibles.

Después de la batalla de Carabobo comenzó en Venezuela una discusión sobre la necesidad de desmantelar a Colombia, que poco a poco fue ganando adeptos. De los reparos aislados se pasó a una polémica de prensa en la cual destacaron los ataques contra la dictadura establecida en Bogotá, y planteamientos cada vez más urgentes sobre la necesidad de fundar el republicanismo genuino que no había salido de los campos de batalla. Decenas de impresos animaron el ambiente de la secesión, hasta convertirla en una necesidad vital. Se llegó a justificar el tiranicidio para salir del candado de los reinosos, y no faltaron los clamores por una revolución armada que lograron atemperarse en las reuniones de la Convención Constituyente de Valencia, ocurrida en 1830. Los directores de la orquesta llevaban levita y corbatín, mientras los jefes venezolanos del Ejército Libertador los dejaban escribir y revolver.

Los agitadores de entonces pedían el equilibrio de los poderes públicos, la deliberación parlamentaria sin trabas, la libertad de prensa, la alternancia en el ejercicio de funciones públicas, el respeto de la propiedad privada, la libertad de cultos, la autonomía de las empresas particulares, la reforma de la educación para convertirla en un proyecto útil y la limitación del poder de los oficiales del ejército y de los jerarcas de la iglesia católica. De las páginas de autores como Tomás Lander, Antonio Leocadio Guzmán, Miguel Peña, Santos Michelena, Domingo Briceño, Rafael María Baralt y José María Vargas, por ejemplo, brotó una literatura reformista que llegó a copar la escena debido a que anunciaba, ahora sí, el nacimiento de la modernidad venezolana. Buscaban la mudanza de las costumbres, nada menos, para que saliera de ella un régimen ejemplar. El plan no solo chocaba con los hábitos de la Colonia que no había eliminado la administración colombiana, sino también con el poder de los capitanes de la Independencia, pero se echó a rodar.

Las figuras más importantes del ejército, con Páez a la cabeza, apoyaron la propuesta. Hablamos de figuras primordiales por el peso de sus triunfos durante la Independencia y por el control de una soldadesca numerosa, como Santiago Mariño, Carlos Soublette, José María Carreño y Judas Tadeo Piñango, entre otros con valimiento que esperaban recompensa por sus esfuerzos bélicos. Dieron soporte a los planes de la atrevida generación de liberales y gobernaron en conjunto, o los renovadores gobernaron con ellos. Pese a que los legisladores arremetieron contra el fuero militar y los escritores más atrevidos establecieron analogías entre el cuartel y la improductividad, hicieron causa común mientras las circunstancias lo permitieron. De acuerdo con El Liberal, periódico oficioso, se llegó así a un cambio enfático de las costumbres debido al cual se iniciaba una época dorada de honradez en el manejo de los negocios públicos y de un progreso material jamás experimentado. Fermín Toro, pensador preocupado por las innovaciones, no dejó de manifestar alarma por la pérdida de tradiciones invalorables y por el precipicio al cual podía conducir la aventura de una vida inesperada.

Pero, ¿en realidad se produjo entonces una metamorfosis sin precedentes, capaz de iniciar la marcha de una sociabilidad distinta de las anteriores? Los historiadores no llegan a respuestas definitivas, especialmente cuando descubren cómo el proyecto se desplomó en cuestión de dos décadas debido a que el general José Tadeo Monagas llegó al poder con el acuerdo de los promotores del experimento anterior, para reducirlo a su mínima expresión sin dificultades colosales. No obstante, una evidencia contundente sostiene la interpretación que advierte cambios de magnitud en la cotidianidad y en la evolución de la política: las elecciones presidenciales de 1835. Veremos algunas de sus vicisitudes, partiendo del análisis del colega Alberto Navas Blanco (Las elecciones presidenciales en la Venezuela del siglo XIX, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1993). El médico José María Vargas, un candidato sin lauros bélicos y solo con el soporte de sus credenciales académicas, obtuvo un triunfo inesperado frente a hombres de armas famosos en la época. ¿Qué nos puede indicar esa victoria?

Compitieron entonces seis candidatos, entre ellos los generales Carlos Soublette y Santiago Mariño, próceres de la Independencia y protagonistas de la desmembración de Colombia. Soublette contó con el entusiasmo de la figura estelar de la época, el héroe de Carabobo y presidente saliente José Antonio Páez, quien manifestó públicamente sus simpatías por él y pidió a sus seguidores que lo apoyaran. Mariño llevó a cabo una dura campaña de prensa, en la cual atacó despiadadamente a Soublette y llegó a promover disturbios en algunas localidades para asustar a los electores. Apenas se ocupó de desprestigiar al doctor Diego Bautista Urbaneja, nominado por “unos oficiales moderados”, porque lo colocaba de último en su lista de malquerencias y en el favor de los sufragantes.

Vargas anunció públicamente que no tenía ganas de ser primer magistrado porque disfrutaba mucho las clases de anatomía en la universidad, el arreglo de piezas dentales, la paz de una biblioteca y el trato con los pacientes. En consecuencia, pidió que votaran por sus rivales. Solo aceptó con resignación un destino por cuyo fracaso apostaba en el círculo de sus allegados y ante quien lo quisiera escuchar, feliz ante el éxito de los hombres de armas más célebres y curtidos que se pronosticaba. Así pensaba, pese a ser un hombre público de primera línea, pese a sus lúcidas intervenciones en la Convención de Valencia y en las nacientes asociaciones de propietarios, un profesional dedicado a la pulcra atención de su oficio. Vano pronóstico, de acuerdo con el escrutinio oficial de electores: Vargas 103; Soublette 45; Mariño 35; Urbaneja 10; otros 17.

En la elección de Vargas se debe destacar el hecho de que no solo se ocupó hasta la fecha de su actividad profesional, sino también de redactar discursos en los cuales hacía el encomio del trabajo hasta extremos poco manejados. No solo criticó a los vagos y a los mal entretenidos, sino que también propuso la creación de correccionales en los cuales se erradicaran los masivos vicios de la pereza y la holgazanería. Promotor de la sociedad laboriosa que no existía, publicista del esfuerzo personal que no había caracterizado a los venezolanos, no eran ofertas muelles las que mostraban sus papeles, sino lo más parecido a un silicio. Sin embargo, el soberano lo apoyó. También Páez, quien bendijo el resultado en una pomposa visita que hizo al ganador, reseñada por los periódicos más importantes y comentada con asombro en los corrillos.

Quizá resulte exagerado ver en tales apoyos un cambio de orientación republicana que logra establecimiento en poco tiempo, o una tendencia llamada a perdurar. El alzamiento militar que sucede en breve y la renuncia irrevocable de Vargas a la primera magistratura porque siente que todavía no ha llegado la hora para personajes como él, señalan lo contrario. Pero su insólita conquista de 1835 nos indica que, a veces, cuando se siembra se recoge.

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