Alejandro Oropeza G.
A Reynaldo Marvez
Joven exilado venezolano,
y a Antonia Canero

“Hasta cuando este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran”.
César Vallejo: “La cena miserable” en:
Los heraldos negros”, 1918.

No conocía a Reynaldo, conozco a muchos jóvenes que les ha tocado la dura decisión de tener, porque sí, que abandonar su país, Venezuela. Pero a Reynaldo no lo había conocido. Coincidimos en un foro organizado en y por la St. Thomas University de Miami, en Florida y el escritorio de la abogado la Dra. Antonia Canero, con sede en la misma ciudad el pasado 11 de enero. El objetivo era reflexionar e intercambiar ideas y experiencias sobre las complejidades que rodean el hecho migratorio venezolano hacia los Estados Unidos de América y fui invitado a la mesa que reflexionaría sobre las especificidades de la política actual en nuestro país; y, en esa mesa compartiría entre otros expertos, con los jóvenes Diego Vicentini y Reynaldo Marvez.

Nuestra “mesa” iniciaba con el extraordinario corto dirigido por Diego Vicentini titulado “Simón”, el cual atrapó a toda la audiencia y arrancó profundas emociones y aplausos al culminar. Diego termina su carrera de cine en Los Ángeles y este corto “Simón”, entiendo que fue su trabajo final para graduarse. Me comentó que ahora trabaja en su primer largometraje. Luego se iniciaron las presentaciones y comentarios, y en un momento dado la palabra le fue cedida a Reynaldo.

Aquel joven comenzó a explicar las realidades que marcaron su destino y que llevaron a que su casa fuese invadida, asaltada y allanada por funcionarios del SEBIN, sin orden judicial alguna, gracias la “delación” de uno de esos sapos que denominan “patriotas cooperantes”. Vivía Reynaldo en el litoral varguense, estudiaba en Caracas, y participaba activamente en las protestas pacíficas que los estudiantes llevaban adelante en contra de la satrapía del régimen dictatorial venezolano de Nicolás Maduro.

En un momento dado su voz se silenció, su mirada se perdió en la distancia del espacio que descontenía su esperanza y sus sueños; calló, como se oculta un eco imposible detrás de los días que se escurren sobre sueños acabados. Lo busqué al final de la mesa, en el acertijo de su mirada que hacía aguas y lo encontré en la anegada convalecencia de unos ojos inundados de mares azules y arenas impolutas. Ahí, en su mano temblorosa sosteniéndose de un micrófono que ya no podía seguir escuchándolo, se aferraba a la historia certera que le había lanzado a los vientos de lo ajeno, a las tierras desconocidas de las incertidumbres heladas, a donde tuvo que acudir a recomponer las partituras de los días que estaban por venir. Su silencio fue la voz más presente y violenta aquella tarde. La negativa insistente luchando contra sí misma del rostro joven, atestiguaba la impotencia de la lejanía y del recuerdo, y la sed de la esperanza cimbrada por el afán del regreso. No consiguió seguir, pero pudimos acompañarle de cerca, queriendo cobijar su nostalgia con la nostalgia propia, en una solidaridad de viajeros por los mundos de un Dios que da calidez a cada paso, allí en medio de la tarde o de la noche… qué importa.

Reynaldo nos trajo de vuelta a la realidad que no habita en el día a día que vamos perdiendo, porque se nos queda atrás sin espacios ocupados. Nos vamos dejando, al deambular entre recuerdos que batallan por no renunciar a su presencia, que luchan por no perder el camino y su esencia propia y no dejar de evolucionar al calor de los propios sueños rotos. Todos fuimos aquel joven conteniendo el lamento, soportando la tregua de desesperación que la ausencia edifica en medio de los ojos que miran a una geografía distante y con sabores de mil colores. Yo fui su mano temblorosa queriendo hacer mía la profundidad de la pasión que le quitaba el habla, que le alborotaba el tiempo con hambres de cenas que aún no sirve el destino. Fuimos todos aquel ser recién traído que ha soportado el miedo callado de la invasión inmisericorde de sus días, estuvimos en las celdas donde quisieron romperle el espíritu y quebrarle su verdad, y juntos volamos entonces más allá del dolor y más acá de la paz de una espera que se extiende callada en la piel y se aja en las memorias que se resisten a entregar la plaza, la vida.

Diego fue el auxilio oportuno y presto del partidario que sabe lo que debe hacer cuando a su lado le flaquea el aliento al compañero de causas. Fue la imagen de los presentes en la evidencia de su testimonio solidario. Ahí estábamos de nuevo todos a uno, clamando por la esperanza que no se nos ha vaciado de arenas nobles en el centro de la mano, al lado del soporte que queda siempre al final del desgarro, de la luz que queremos ver más allá del camino que nos dice y advierte: hasta aquí llegamos. Fuimos la negativa insistente que se resiste a entregar los sueños, emergimos como barcos llameantes en medio de la marejada para reclamar la ola siguiente, la orilla que nos espera allá… al pie de las selvas cálidas que nos aguardan de día y de noche, y a las cuales algún día llegaremos nuevamente.

Al final no se derramó la lágrima, esa… porque no permitió el bisoño navegante de los exilios que su tristeza hiciera tronos caducos en una lejana y extraña madera y evaporara sus designios inútilmente. Fue nuevamente seguro de sí, reiteradamente guardó celoso su dolor de lejanía en las alforjas que todos llevamos al costado. Florecimos como caminantes, como navegantes junto a estos valientes que se retan en sus propios días emergentes, que se construyen en cada paso que los lleva lejos, con la memoria cercana de sus recuerdos en los bolsillos seguros que les protege el alma.

¿Pudiésemos ser todos los desterrados pasajeros del destino aferrándonos en un segundo a la esperanza simultáneamente? No sé ciertamente si fuese eso posible pero, aquella tarde estuvimos muy cerca de lograrlo…

oropezag@gmail.com
WDC.