«Pertenezco por convicción y talantea una mayoría de ciudadanos que desea hablar un leguaje moderado, de concordia y conciliación».
Adolfo Suárez (1976)

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ALEJANDRO OROPEZA G

Hace unos días al presenciar el inicio de una alocución del Presidente Nicolás Maduro me llamó la atención el hecho siguiente: al informar a la audiencia de que se encontraban en cadena nacional de radio y televisión se produjo una alegría inconmensurable y los presentes arrancaron a aplaudir a rabiar. Es decir, pensé, es más importante el que se haga la cadena nacional que el propio mensaje que se pretende transmitir.

Pensé también que los aplausos podrían obedecer menos a la relevancia y trascendencia de lo que sería tratado, que a la circunstancia de, no importa el motivo, ocupar el espacio radioeléctrico así sea para hablar… También se me ocurrió que los aplausos podrían justificarse por la realidad de que en ese preciso momento millones de televisores y radios se apagaban y ello contribuiría con el ahorro de electricidad. Y finalmente, me vino a la mente la posibilidad de que los aplausos obedecieran a que no importa lo que se fuese a tratar en la dicha cadena nacional, lo importante era algo así como: jódanse todos, acá tienen la expresión formal del poder revolucionario, la cadena nacional. La cadena y los fervorosos aplausos por ella generados, al inicio de la misma, era tomado como algo así como el anuncio de la victoria de Alejandro en Gaugamela (el Magno, por supuesto), o como si se anunciase la Toma de la Bastilla, aún cuando solo hubiese creo, ocho detenidos en ella, incluido el mismísimo marqués de Sade.

Posteriormente, pasados los apasionados aplausos, se me ocurrió también pensar en aquellos que aplaudían y en los que, con una sonrisa de satisfacción o con un gesto enjuto y serio, aprobaban la actividad. Algunos de ellos se concentrarían en la información que transmitiría la cadena de marras, otros se dedicarían a sus asuntos y no le prestarían mayor atención a la diatriba. El punto es que entonces se me vino a la mente una de las imágenes que traduce la realidad de estos días y por estas calles, la expresión: «pan y circo», traída de los confines de la historia como génesis universal del populismo que ha venido carcomiendo las entrañas políticas de la sociedad a lo largo de muchos, muchísimos siglos. Sí, pan y circo, pero ¿dónde el pan? ¿Dónde el circo? O en mejores términos ¿Cuál pan? ¿Cuál circo? ¿Aún queda circo y algo de pan? No han sido pocos los estudiosos de las realidades políticas, que establecen un hilo conductor entre la fatídica involución que se sucede en regímenes autoritarios y totalitarios, de la condición de pueblo.

Por ejemplo, Weber y Arendt, por señalar sólo dos de ellos. Entre los aspectos más significativos presentes en este tipo de regímenes encontramos la pretensión de establecer una clara relación de dependencia entre el pueblo y el líder, carismático en este caso, relación que se fundamenta en una perversa relación utilitaria: yo te doy, tú me das. Lo que a la larga (más a la corta) hace depender a la ciudadanía (con ya muy pocos ciudadanos) del Estado, identificado y diluido en el partido político y en el líder supremo, que todo lo sacrifica en función del bienestar del pueblo, en contra de todos los enemigos internos y externos a los cuales, lógicamente, es necesario descabezar, destruir y aniquilar. Y por esas razones, aquel pueblo democrático, ciudadano, con una cultura cívica digna, gracias a los encantadores de serpientes populistas, va a dar de bruces con sus atributos desgastados en una condición que lo desmerece y lo atropella: la de populacho. Hannah Arendt se detiene a analizar esta realidad afirmando que mientras el pueblo (ciudadano) lucha por la verdadera representación de su esencia en las actitudes y manifestaciones políticas de la sociedad, el populacho siempre clamará a favor del hombre fuerte, del gran líder absoluto. Y ¿por qué? Porque el populacho odia a la sociedad de la que no es parte, o que siente no se integra a sus fines y los del líder. Por ello los plebiscitos se basan en el populacho, por eso la sucesión de elecciones tras elecciones en los regímenes populistas-autoritarios. En el populacho se agota el pan y el circo, porque en algún momento el líder exigirá la entrega, pero ya no en una relación de yo te doy, tú me das, sino en una relación de una sola vía: tú me das, porque yo represento la patria, el futuro, la lucha y la aniquilación de los enemigos todos de tu vida. Por eso tiene el populacho que aplaudir, obedecer, admirar y creer sin cuestionar, sin preguntar, sin reclamar. Y ello, lamentablemente conduce a que el populacho adopte una actitud pseudo militar, en contra de la otra parte de la sociedad que no se transforma y que no pierde su condición de pueblo, de ciudadanía. Motivos que conducen a que algunos de los integrantes del populacho no posean absolutamente ningún interés en que un grupo de la población se encuentre excluido de la ley, de su protección y sea objeto de las más inimaginables humillaciones y persecuciones por el aparato institucional del régimen que los aparta de la vida social y política. Otros, aprecian la realidad y la discriminación y emprenden el camino de regreso a su condición originaria de pueblo y ciudadanos.

La paradoja de la historia en muchas ocasiones, lleva a que algunos de los que un día aplauden y celebran la exclusión, la fuerza, la imposición y la arbitrariedad contra los otros, contra los distintos, contra los supuestos traidores; a la larga terminan aplaudiendo la propia pérdida de su condición de ciudadanos y rindiendo culto a un liderazgo que los subyuga y les quita sus derechos y los catapulta a la miseria y a la ignorancia, donde los sepulta para siempre.

Así que ¡cuidadito con lo que aplaudimos!

Tal cual 5 de abril de 2014