Alejandro Oropeza G.

“Ya va a venir el día, ponte el alma”.
César Vallejo,
“Los Desgraciados”, en Poemas Humanos, (1939).

La_miradaLa vi… como una mancha sonora a ras de suelo; era… un alma distante acurrucada al borde de un cemento con forma de rieles y dientes ambarinos. Una mano posada al lado, casi sin querer, recogía la bóveda taciturna de unas cuantas piedrecitas ahora parte de su individualidad dactilar, esa, que ahora también sirve para todo como la Constitución. No era un reposo, era un resignarse sobre la sombra que no recogía luces, un taciturno sueño de vigilias al costado de otros universos que se paraban unos tras otros, uno tras otro, a la espera de un turno en la vida aciaga que comenzaba más allá, en un cristal con algún nombre y sin tonos de cualquier color. Todo estaba después de aquel diente roto de no hacer nada, más acá de una caja sucia que olía a sudor de piso. Por ahí, una resaca oliva y hierro paseaba melancolías prestadas, construía la escenografía de una autoridad que no cree en la carpa del circo que lo cobija y se hacía parte de la sombra. Y distantes, se percibían más resacas con las miradas derrotadas antes de cualquier batalla posible, de cualquier guerra con apellidos sin sentido.
La mancha en un momento se sacudió el marasmo y volteo a mirar los acasos prestados que marchaban unicolores cerca de una bomba que enfilaba autos ignorantes, un suspiro la sembró en la cuenta, en la calculadora sin pilas que se resiste a seguir la cuenta. Creí adivinar que miraba la nueva mano herida, el pecho que acompasadamente respira muertos puestos en fila o uno al lado del otro en el recuerdo, no importa. Y miró hacia allá, donde otra mano le susurró una esperanza, un latido que cantaba duro contra el cielo: algo habrá, algo nos quedará, alguna forma le daremos a una redondez de panes secos, de guisos de agua, de caldos sin luz. Luego, el marasmo regresa y coloca su trono en el pavimento que soporta mil colas al amanecer, lejos de La Casona donde alguien deshabita unas funciones al filo de la media noche; o en la bodega conocida que hace ya ratos dejó de ejercer sus cometidos. Un todo pasaba por ahí, por el escalón retejido de ropa gris y seca, tampoco llueve… todo ahí, al borde de una frontera que retrocede por las guerra que vienen por la esquina que tiene alambre de púas. También, se oye un discurso a lo lejos: pomposo y patriota, amenazante, desde un radiecito que jadea el último esfuerzo de una pila desgastada y otra que vomita ácidos para aguantar la espera.
En un instante la vi arrobarse en una mentira propia, construida al carbón de fogones lejanos ya sin humos y maderas verdesimposibles, era el llegar de un recuerdo, el renacer de un renacer, el remate de guardar lo que queda, la mustia ambivalencia del hijo que va y viene, que carga su nombre como un fardo de algodón lleno de maletas partidas o de pies que quieren camino para saber que existen. Pero era una sonrisa que se quedó en la mueca sin pintar que oculta la palabra, el grito, el desespero. Se puso la vida que pasa sin dejar nada, que susurra que no hay destino, que todo nace y termina ahora al inicio y al final de una fila que no conduce a ningún lado y que, en oportunidades, nos da algo para llevar a una mesa de patas cansadas de tanto incumplir su horario. Pero no miraba, no quería poner el ojo en ningún lugar, iba y venía como contemplando el techo de la urna que nos guardará la ocupación y el sino que termina para siempre. Seguía cargando todos los hijos en la espalda, amándolos a todos, sobando el pecho buscando el gas rosado del alivio, la vida de los otros, la fuerza de lo propio.
Al final de algún momento me encontré con la mirada gelatinosa de dos ojos que decidieron mirar más allá de la hormiga que pasaba cerca. Dos piélagos de sal agotada cansados de ver pasar la esperanza que hace daño, agotados de derramarse en algún catafalco alquilado para poner a alguien a la luz de una vela que no nos dejan encender y sí, un bombillo que titila nervioso en el dolor de quien se queda más solo. Estaba rota la mirada… perdida la comisura que presiente una sonrisa, ajada la sábana siempre puesta para descansar de alguna manera. Y no miró mi párpado… tampoco lo vio, siguió hacia allá, hacia la montaña oculta también hoy y ahí se quedó un momento acompañando volar a dos guacamayas que pasaban, las siguió un rato, luego su boca chasqueó un quejido y regreso a la sombra del piso negro.
Al poco, un grito la trajo de vuelta… “Ven maíta… vamos, ya nos toca… a ver que queda”. Cogió su mirada, se puso el alma con la mano libre y fue a ponerse en otra orilla.