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Publicado en febrero de 2009
Jorge Tricas
El 15 de febrero el país de Chávez salió a votar. Aunque en la mayoría de las encuestas se anunciaba una diferencia en la intención de voto a favor de la opción del NO de hasta 5 puntos, en otras encuestas orientadas a medir en la población la percepción que se tiene del liderazgo de Chávez y de la gestión de su gobierno, no obstante, se registraba un alto puntaje a su favor que, evidentemente, contrastaban con las mediciones antedichas del NO, revelando aún la existencia de un vínculo de carácter emocional muy fuerte entre Chávez y su base social de apoyo. Ante la evidencia de esas mediciones, era lógico suponer que la desilusión que hoy embarga a sus seguidores, producto de tantos problemas no resueltos, tiene límites frente la exigencia definitiva de tener que darle la espalda “al comandante Chávez” en sus pretensiones de reelegirse en los comicios del 2012.

Es por eso que creo que más allá de todos los análisis que puedan darse en el plano sincrónico (o eje coyuntural de las simultaneidades) y referidos a aspectos como el volumen de propaganda que el oficialismo puso en juego, el contenido de los mensajes publicitarios, el abuso de poder o el chantaje a los trabajadores del sector oficial, etc, es menester hacer una reflexión de lo acontecido que yendo más a fondo, es decir, al plano de lo estructural, intente comprender el fenómeno en su raíz misma. En tal sentido, uno de los aspectos a destacar tiene que ver con la existencia en el país de una realidad que dentro del mundo de la política se conoce como “La Venezuela profunda”. Una realidad que, evocando el paisaje de una etapa premoderna de las sociedades occidentales, brota de los recónditos lugares y ambientes rurales del país para conformar una peculiar sociedad tradicional y conservadora cuyos valores esenciales son: la servidumbre, el costumbrismo, el militarismo, el apego a las comunidades de origen, la fraseología popular, la solidaridad mecánica en base al parentesco, el predominio del status adscrito por sobre el adquirido, y un pensamiento mítico que armoniza lo sagrado, lo cotidiano y lo útil conjuntamente con la dependencia del Estado. Hablamos de una sociedad de estructura tribal que hoy se reconoce políticamente en un liderazgo caudillista y caciquista como el de Chávez, que apela constantemente a las raíces, al folckore y al sentimiento patriótico de la gesta independentista, como medio efectivo para unir voluntades en torno a su persona. Un liderazgo que valiéndose de un discurso retrógrado y de prosa rural, pero muy hábilmente repintado de socialismo progresista del siglo XXI, aglutina a las masas a partir de un nacionalismo populista que entusiasma a la colectividad con utópicos resultados.

El hecho es ya conocido: frente al caos y la incertidumbre de estos tiempos, las masas tienden a replegarse en los nacionalismos como un recurso que les asegura cierta presencia y permanencia de orígenes, fines y “un algo” al cual apegarse. Al caso, hablamos de un nacionalismo de comprensión simple y básica que para un venezolano inseguro y falto de ideas, se presenta como la solución a todos sus males, y como la respuesta a su necesidad de cohesión y de protagonismo dentro del conjunto social.

Un nacionalismo ambiguo, muy acomplejado y plagado de contradicciones éticas que, como versión política de su credo tribalista, tiende siempre a promover en los individuos respuestas viscerales, inmaduras y poco fiables en el ámbito de los asuntos públicos y ciudadanos. Un nacionalismo patriotero y militarista, que atizado durante los tiempos de la IV República, fermentó en los cuarteles y hoy es empuñado por efectivos militares que, procediendo mayormente de los sectores populares y rurales del país, se abre paso a la fuerza entre la sociedad civil, por cuenta de la hipertrofiada estructura del Estado y de la tenencia de las armas.

Ese ha sido el soporte del liderazgo caudillista y personalista de Chávez, junto al hecho indiscutible de haber ofrecido voz y reconocimiento a vastos sectores populares que por décadas se vieron excluidos. Con ellos creó una inmensa deuda de agradecimiento que parece no prescribir en el tiempo; pero que es pagable con la moneda de la lealtad eterna e indiscutida. De allí la paradoja que protesten sin dejar de ser chavistas, y que la protesta en muchos sitios aún sea compatible con el apoyo a su régimen.

Visto así, tratar de comprender cuales son los elementos que dan soporte al liderazgo caudillista y personalista de Chávez por parte de vastos sectores populares del país supone, pues, el esfuerzo de tener que abordar la situación desde la óptica de la interdisciplinariedad de las ciencias sociales, tratando de indagar cuál es la concepción que de la política ha tenido y tiene hoy el venezolano, y qué tipo de relación experimenta en su vida cotidiana con respecto a la trilogía Chávez, Gobierno y Estado petrolero.

Las comprobaciones empíricas del evento electoral del pasado 15 de Febrero, nos demuestran que estamos frente a un problema de incultura política que debe ser abordado desde la pedagogía, con programas de formación en valores democráticos que consoliden una cultura democrática sustentada en los dos grandes principios y referentes universales con que contamos los seres humanos: la libertad y la igualdad de los derechos, traducidos a esquemas de ciudadanía. Cabe destacar que desde el año 2007, pero sobre todo de una manera mucho más acentuada en este lapso que acaba de concluir el domingo 15 de Febrero, los únicos pedagogos que ha tenido el país para la tarea de enfrentar esta tiranía militarista han sido los estudiantes; cuyo movimiento se ha revelado como el único que ha intentado persuadirnos de la necesidad de visionar otro país, por medio de un discurso y un razonamiento político que promueve el reconocimiento de todos como ciudadanos dentro de un Estado de Derecho. Un discurso y un lenguaje que configura un nuevo modo de ver y de entender a Venezuela, contentivo de un cómo y un para qué que resultan convincentes para el cambio. Todas las demás organizaciones políticas este tiempo no han hecho otra cosa que cebarse en la crítica al derroche rojo y atascarse en el desamparo de los más débiles, con un discurso y un lenguaje que habiendo sido el sustrato de otros tiempos políticos, se muestra como una prédica irrelevante a la hora de transformar el estado de cosas existentes, porque sólo habla para Chávez y el gobierno. Un discurso y un lenguaje que reflejan una concepción de la política que, de hecho, no los deja avanzar frente a Chávez.

El movimiento estudiantil ha sido, pues, el único que desde el estatuto ético de su discurso en valores ha buscado que el chavismo de paso a una nueva cultura democrática, por cuenta de un discurso que dirigido a las personas, promueve el cambio de actitudes y es sensible a la necesidad de ver y de entender a Venezuela desde una nueva perspectiva que deje atrás el mundo de las dominaciones carismáticas y caudillistas, el asfixiante nacionalismo de carácter xenófobo, racista y antidemocrático, el humillante populismo milagrero y dadivoso y la distorsión de un concepto de nación más de tinte étnico que político, siempre a partir de la pedagogía de un discurso que, hoy por hoy, es el único que refleja una nueva era postchavista.

De modo que ante un régimen conformado por sujetos instruidos totalitariamente, que hacen gala de una mentalidad caracterizada por su horrible capacidad para evitar y deformar todos los hechos de la realidad haciendo siempre una lectura ideológica de los mismos; que sumerge a las personas en un mundo ficticio donde el “determinismo histórico” hace que no piensen sino que ejecuten, asumiéndose como un instrumento para hacer real ese mundo de ficción ideológica lleno de mentiras y no de hechos, hoy no podemos menos que oponernos a él contundentemente a partir de la promoción de una cultura democrática cuyos ejes indispensable son: el poder del ciudadano, la autonomía, el diálogo y la comunicación, el amor y respeto por el mundo público y el interés común. Todos ellos valores esenciales del imaginario democrático de estos tiempos que, en conjunto, bien pueden guiar a una pluralidad de ciudadanos en el empeño de cumplir la promesa de la política de vivir juntos y de poder compartir el país bajo una libertad mutuamente garantizada.