partisanos

Publicado en septiembre de 2007
Nelson Rivera
Publicado en Papel Literario
Su lógica intrínseca es concentracionaria. Su propósito: vaciar a los ciudadanos de su condición. Hannah Arendt, Giorgio Agamben, Michel Foucault, Emmanuel Levinas y David Rousset: estos son algunos de los pensadores post Auschwitz que ofrecen herramientas de lectura para desentrañar el dispositivo totalitario.

A Leopoldo Castillo,
El Ciudadano
No es un programa político de dominación, mucho menos de convivencia: El libro de la asfixia se propone convertir a cada quien en presa. Cuerpos aptos para la captura, piezas a ser cobradas. Biología para el cazadero. El libro de la asfixia es el fin de todas las vedas. Acta de fundación del coto y de su dilecto proceder: seguir, acosar, perseguir. Operación que consiste en despojar (despojarnos). Desnudarnos. Hacernos rebaño. Imponer la desolación como unidad del terreno. Promover una vida más allá de lo que conocemos como Derecho. Se trata de esto: la posibilidad de aislar en cada sujeto una vida nuda.

El libro de la asfixia es el dispositivo total (totalitario) de captura (la idea proviene de un breve texto de Giorgio Agamben dedicado a los dispositivos). La jaula sin fin. Instauración del estado de excepción. No se trata de una afirmación hiperbólica. ¿Se ha detenido el lector en las acciones que el acta proclama? Acotar. Definir. Señalar. Ordenar. Decretar. Movilizar. Ellas no son muy distintas unas de otras. Todas son gestos, rabietas, ocurrencias del ilimitado (lo repite en su discurso: Y si a mí se me ocurriera). Todas menudencias, quincalla del ente que ahora decide cómo se determina el tiempo, cómo se nombra la experiencia, cómo se conforman los espacios.

Excepcionalidad pura: El libro de la asfixia erige al ilimitado. Hasta ahora (en el clima de estos días húmedos, turbios y anegados) se han levantado voces para advertir sobre los supuestos distintos ámbitos bajo amenaza. Como si el impulso del poder (la elementalidad de la energía que ha desatado) fuese un muñeco desarmable, se ondean las banderas de las libertades y la propiedad, de la independencia de los poderes y los derechos ciudadanos. Pretendemos defendernos seccionando la realidad en categorías, como si El libro de la asfixia fuese un artefacto modular que pudiese despostarse en trozos adaptables a nuestro apocamiento. Todo esto es conmovedor (nuestro balbuceo), pero también profundamente errático y anodino. Candidez. Quizás síntoma de cierta (nuestra) atrofia republicana.

El ilimitado se ha propuesto empujar, obligar cada vida al orden del poder: gobernar el cuerpo y, más allá, los fundamentos primeros y últimos de nuestras vidas. Su mero asunto es cada biografía: controlar la identidad (insistirá en ello), las rutas de circulación, los pilares del pensamiento, la calidad, jerarquía y distribución de los símbolos con que interactúa cada vida (lo que nos antecede: una versión del pasado, única y monolítica historieta; y también lo que cabe esperar del horizonte: la convocatoria, no de un futuro, sino de una forma de postrimería cada vez más ajena y lejana).

Atrapados en nuestro anquilosamiento republicano proclamamos la defensa de instituciones. Decaídos, no logramos atravesar hasta el lugar (es comprensible: se trata de un extraterritorio) donde late su propósito liso y llano: meter cada vida en su puño. El libro de la asfixia quiere nudas vidas: estructurar un orden cuya disposición es el apresamiento de la vida como tal. Desproveer al sujeto de su posible ciudadanía.

El mal quiere más
Su verdadero trofeo no se satisface con el dominio del espacio público. El ilimitado quiere más. Necesita ocupar cada vida desde adentro. Su programa consiste en la invasión plena y sistematizada de nuestra psique. Operación de saneamiento que militarice el cuerpo y doblegue la mente. Biopolítica: gestión de la vida. No ya la aniquilación indiscriminada (quizás eso no sería sostenible), sino conquista absoluta de los flujos: poder para organizar, nombrar y distribuir rebaños y batallones. Carne dispuesta a su arbitrio, disolución de la intimidad, del fuero personal. El libro de la asfixia tiene una misión: permitir cualquier respuesta ante la invocación del si a mí se me ocurriera.

Debo insistir en ello: El libro de la asfixia instaura el estado de excepción. No debe entenderse como lo opuesto a las normas, como ha advertido Agamben, sino como el reverso de las mismas. Necesario es que el lector haga una pausa en el camino y sopese las afirmaciones que siguen: el principio inmanente del estado de excepción tiene lugar cuando regla y excepción se vuelven indiscernibles, irreconocibles una de otra. Es la suspensión del orden jurídico para dar paso a un estatuto donde los ciudadanos pierden su categoría de tales. En ese espacio de indeterminación (hay quien lo ha descrito como una especie de guerra civil legal donde un poder puede disponer a voluntad sin límites de los ciudadanos), lo que surge es una fuerza que se hace ley, sin ser ley (aquí y ahora proviene del si a mí se me ocurriera).

El libro de la asfixia no sólo demuestra que el derecho ha sido diluido en la anomia del ocurrente, del que decide por resentimiento o comicidad. Algo más: con apenas unos pocos preceptos (se diría que con muy poca ley) alcanza la máxima aplicabilidad. Ha vaciado al Derecho de derechos. Ha suspendido la complejidad inherente a todo sistema de leyes por una fuerza sin velos, capaz de ejercer una incalculable violencia real y simbólica, bajo el principio de si a mí se me ocurriera. Se ha interrumpido el Derecho para sustituirlo por una nueva categoría de Estado de necesidad, a saber, lo que llamaré El espacio o la ley del si se me ocurre, es decir, un espacio desnudo, descargado (evacuado) de derechos.

El meollo: El libro de la asfixia rompe cualquier pacto posible con la realidad. No parte de un cuerpo mínimo de certezas o anhelos compartidos. Parte de la ocurrencia del ilimitado para alzarse, satisfacerse, proyectarse, instaurarse a sí mismo. En consecuencia, el Derecho pasa a fundarse, a ser, únicamente en y por la vida de un sujeto autoritario-carismático como ocurrió con el Duce fascista o el Führer nazi.

Nulificar la existencia
¿Tiene algún límite el ilimitado? O mejor: ¿Cuándo podría finalizar, bajo qué condiciones podría ocurrir el cese del ilimitado y el derrumbe del dispositivo? Todo ente totalitario propone un acto de muerte como figura antitética de la vida: una ocurrencia que determina las condiciones en que la vida no merece continuar siendo vivida (vaya el lector afanoso y busque los discursos del ilimitado correspondientes a los últimos dos años o más; deténgase en cada uno con el espíritu más atento; lo detectará sin mayor esfuerzo: el tema de fondo, la única fuerza tectónica que guardan sus palabras es la muerte; de ninguna otra cosa habla; sólo a la muerte llama e invoca).

Ello proclama al Homo sacer, la perturbadora figura descrita por Agamben: sujeto privado de derechos, sobre quien pesa la aplastante fórmula de que la vida no merece ser vivida. Sobre ese sujeto (es decir, sobre cada uno de nosotros) El libro de la asfixia propone un avasallante programa de sofoco y estrangulamiento. El ilimitado actúa presuntuoso e hinchado de su más recóndito descubrimiento: no es necesario ejecutar una catástrofe para liquidar la experiencia: basta con hacer irrespirable la cotidianidad. El sujeto despojado de su propio sentido, sometido ahora al designio de la ocurrencia, no recibirá el Derecho porque no puede ser objeto del mismo.

«El homo sacer (escriben Bernard Aspe y Mutile Combes) es aquel que, despojado de sus derechos, puede ser matado sin que ello constituya un asesinato (……) Es en ese sentido que Agamben llamará al habitante del campo, el de la vida nuda, siempre listo para ser matado». Coto de caza, campo: ellos crean la presa, «el de la vida nuda», el sujeto listo para ser capturado. Aquél que vive algo que no es vida ni muerte: el ya etiquetado como enemigo interno. Una vida que no es comparable con la que viven el resto de los mortales, pero que aún no es muerte (esto no es una especulación: es lo que está pasando con los presos del régimen, vidas que han sido arrancadas del Derecho, presas del ámbito del si a mí se me ocurriera).

Obediencia. Disciplina. Odio a la heterogeneidad. Control del cuerpo, de los movimientos, de las huellas de cada sujeto todavía vivo: ¿no es acaso El libro de la asfixia el más aplastante programa biopolítico que hayamos conocido? ¿No es la propuesta de una existencia desprovista de todo valor político? ¿No se nos convierte a todos en cuerpos dispuestos para una ingeniería social militarista y guerrera? ¿No insiste el artefacto del odio en que hay un interés público, el patógeno patria, socialismo o muerte, al que cada quien habrá de someterse, cuyo enunciado aplasta toda consideración, anhelo o vocación individual?
«El ilimitado actúa presuntuoso e hinchado de su más recóndito descubrimiento: no es necesario ejecutar una catástrofe para liquidar la experiencia: basta con hacer irrespirable la cotidianidad»

Campo: el territorio acotado
El ámbito que propugna El libro de la asfixia es una variante de la política que inaugurara el campo de concentración. Un espacio que se resuelve para aumentar el control político sobre cada vida, para luego hacer posible su destierro o eliminación (lectura imprescindible: las precisas páginas de Rousset sobre El universo concentracionario), y así dar paso a un orden basado en el paradigma de si a mí se me ocurriera.

Incito al lector a que disminuya la velocidad de su lectura en este instante y piense qué clase de propósito anuncia la especie que proclama el apartado 16 de El libro de la asfixia: células geohumanas. ¿Qué son? Conejillos de la misma vecindad, pequeños rebaños de laboratorio, criaturas suscritas a la vértebra paraestatal, personas como usted y yo (seres apresados por las necesidades impostergables de nuestros cuerpos) a las que se quiere someter a experimentos sociales y comunitarios (cruenta ingeniería social), doctrinarios, urbanos, militares y de sumisión al ilimitado. Las células geohumanas lo son para probar las ocurrencias. Para tantear, ensayo y error, los dictámenes totalizadores del ente que, por decidirlo todo, todo lo sabe y todo lo quiere. Insisto: cuerpos para el ingenio del ilimitado.

¿Qué atonía, qué ofuscación o inconsistencia ha hecho que no advirtamos la desgracia que se levanta en el apartado 87, que reclasifica el derecho al trabajo y lo yergue en una obligación? El trabajo te hace libre: así decía y dice (aún sigue allí) el letrero que preside la entrada a los 42 kilómetros cuadrados de Auschwitz. Y bien sabemos la forma que adoptó la obligación de trabajar en el sistema de campos (también en el GULAG): el trabajo fue arrancado de su función civilizatoria (como solución o mitigación de los problemas inherentes a la supervivencia), para convertirse en una herramienta de aniquilación: fijación de la existencia en el extremo superior del cansancio extremo, succión de todos los recursos de la resistencia, horadación del carácter personal para alcanzar el vasallaje pleno.

La operación que se anuncia es la más atroz y eficaz que cabe imaginar, quizás más potente que los tradicionales usos de los artefactos de sometimiento (reglas, comandos represivos, estructuras de vigilancia y delación): es la suscripción voluntaria a una inmensa estructura paraestatal, toda ella en manos del ilimitado, quien se hará del control de los sistemas de alimentos, servicios educativos, sanitarios y de salud. El biopoder afina sus instrumentos: bajo su control estará el aparato material y el aparato simbólico de cada vida. Eso son las llamadas misiones: dispositivos, lógica concentracionaria, cuyo levísimo movimiento burocrático bastará para determinar quien queda fuera de la ley del ocurrente. Porque en ello se materializa el régimen anunciado: cada quien vivirá la experiencia de perder su estatuto: de sujeto de derechos a mera existencia. Dato en la base de datos de los menesterosos. Pieza de rebaño. Subhumanidad. Cuerpo en el batallón. Uniforme. Voz diluida en el coro que grita patria, socialismo o muerte. Carne de cañón que permita escenificar (hacia allá vamos) la egomaníaca perversión del ilimitado: el volcamiento de la política en la guerra. El apogeo del si a mí se me ocurriera. El sangriento y trágico destino de éste, su coto de caza.

Levinas y la resistencia
El libro de la asfixia devalúa a la propia humanidad en sospechosa. El poder que se conferirá al ilimitado derivará en maquinaria de letalidad insospechada (ni él podría calcular la violencia que ahora mismo está condensándose en milicias, batallones y huestes semejantes). La lógica del poder totalitario tiende siempre a su irremediable expansión. Ensancharse, hacerse cargo de todos los espacios, acogotar al enemigo interno: una oscura energía ha sido desatada. Husmea, olfatea, se organiza al sonsonete de los sargentillos (nadie podría imaginarse la cantidad de sujetos que están hoy en el umbral de asumir el rol de kapos del campo).

Sigo a Emmanuel Levinas, voz imprescindible de nuestro tiempo: esa fuerza que ha salido a las calles a romper los principios de la convivencia avanza por el impulso de los sentimientos más elementales. Algo en ella (es o trágico y casi demencial que uno intuye) parece irreversible: como si no hubiese modo de detenerse y evitar los peores presagios: destrucción, autodestrucción.

Sería de incautos constreñir la vastedad de nuestra desgracia al estricto asunto de que ilimitado quiera serlo hasta el fin de los tiempos (tema por revisar: el expediente del mesianismo y el tiempo mesiánico, de Pablo de Tarso a Walter Benjamin, Emmanuel Levinas y Giorgio Agamben). Una potencia, un vigor exaltado le acompaña, le rodea, le consagra. Las urgencias del cuerpo y el consumo, el nuevo tejido de posesiones y expectativas que se construye en tiempo presente, el encadenamiento a la promesa material, todo ello parece sellar nuestro destino próximo.

Le escribo a los lectores de estas páginas con mi habla más sosegada: nada es tan difícil hoy como resistir a este movimiento que desconoce la esencia, la dignidad de vivir en libertad (sostenía Levinas que el escepticismo es una dignidad del pensamiento, pero también un peligro: en su fractura podría deslizarse la mentira). Hemos sido desplazados a la categoría de enemigo interior. Ahora el ocurrente ha estrechado el tamaño del campo, bajo fórmula última e irrevocable: o yo o la muerte, que es el inequívoco modo de entender (leer) el oprobioso Patria, socialismo o muerte. Si recuerdo a esta hora las insistentes imágenes que exhiben a hombres uniformados y armados, que gritan al unísono el dilema de o ilimitado o muerte, puede ser que yo mismo me figure como un patético ciudadano que intenta reivindicar un cierto espíritu de libertad, mientras alguna sombría geocélula hace un silencioso censo de la calle donde vivo.

Puede que haya mucho de vano en estos empeños de argumentar contra la ferocidad de ilimitado. No lo sé. Por ello he elegido una larga cita de Hannah Arendt para cerrar estas notas de resistencia: «La paradoja del totalitarismo en el poder es que la posesión de todos los instrumentos de poder gubernamental y de violencia en un país no es precisamente un bien puro para un movimiento totalitario. Su desprecio por los hechos, su estricta adhesión a las normas de un mundo ficticio, se tornan más difíciles de mantener y, sin embargo, siguen siendo tan esenciales como antes. El poder significa un enfrentamiento directo con la realidad, y el totalitarismo en el poder está constantemente preocupado de hacer frente a este reto. La propaganda y la organización ya no bastan para afirmar que lo imposible es posible, que lo increíble es cierto, que una insana consistencia domina al mundo. El principal apoyo psicológico de la ficción totalitaria –el resentimiento activo en contra del statu quo que las masas se niegan aceptar como único mundo posible, ya no está allí; cada migaja de información que se filtra a través del telón de acero, establecido como la siempre amenazante inundación de la realidad del otro lado, del lado no totalitario, es un peligro más grande para la dominación totalitaria que lo que fue la propaganda para los movimientos totalitarios».

«La operación que se anuncia es la más atroz y eficaz que cabe imaginar, quizás más potente que los tradicionales usos de los artefactos de sometimiento (reglas, comandos represivos, estructuras de vigilancia y delación)»

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