Por Alejandro Oropeza G.

 “<Las expectativas irracionales> Es una de las razones por las cuales
la verdadera revolución, aquella llamada a subvertir por
completo la realidad existente, siempre es aplazada;
solo así es posible seguir alimentando su mitología transformadora”.
Manuel Arias Maldonado: “La democracia sentimental”, 2016

 

En un trabajo publicado en el Journal of Democracy, editado por NED y Johns Hopkins University Press, el ex primer ministro malayo Anwar Ibrahim, afirma: “Do you want to declare yourself a democrat? Then go to the people and persuade them to appreciate and understand your vision”[1]. Lo que supone que un político en acción debe poseer y demostrar transparencia en la comunicación, y que esta se base en un mínimo de confianza sustentada en algo de verdad. A pesar de lo relativa que pueda ser una verdad, la claridad de las acciones políticas y su impacto sobre las realidades coadyuvan a soportar su pertinencia.

No pocas veces la hojarasca de eventos emergentes desvían la atención sobre los objetivos claves perseguidos que son los ejes de la acción y la comunicación política; ello impacta sobre las emociones de los públicos, los mueve a favor o en contra, los hace ratificar sus posicionamientos o modificar tales; por lo que la permanente información y apreciación analítica cotidiana del hecho político tiene impactos no solo sobre los hechos en sí mismos, sino sobre los públicos a los cuales llega, y el tipo y calidad de sus reacciones. Pero, desafortunadamente no todos asumen (no se tiene por qué hacerlo realmente) posiciones producto de análisis y reflexiones sobre los hechos que emergen.

Daniel Innerarity, el catedrático vasco, es certero cuando afirma que las sociedades de hoy están saturadas de personas que permanentemente están <en contra>, de cualquier cosa que se haga o se diga y escasean los que están <a favor> de algo concreto e identificable. Pareciera que la posición (¿más segura?) es oponerse a lo que sea, por si acaso, para después afirmar su razón: ¿No se los dije? Es más práctico estar en contra que apoyar, lo que significa no asumir ninguna responsabilidad activa de acompañamiento y no ser parte de nada específico.

Así, entonces, la esfera de lo público se vacía de argumentos y se satura de reacciones inmediatas, se impone el “por que sí”, en contra del “yo pienso que…”. Sobre todo, cuando aquella esfera se amplía dimensionalmente por las tecnologías de la comunicación electrónica que hacen emerger a un “ciudadano digital” muchas veces distante, no comprometido realmente con ningún proceso y muy poco analítico en la expresión de sus opiniones o en seguir otras que se acomodan rápidamente a sus creencias y pareceres, a sus juicios y prejuicios inmediatos. Quizás, para cerrar esta reflexión, se sobrevalora la democracia en sus posibilidades reales.

Ella no puede ser entendida como evento-medio para la participación directa de todos los ciudadanos en los lugares donde se toman decisiones y que se deba, es imposible, alcanzar consensos universales sobre un determinado asunto; quizás el punto sería que tales decisiones puedan ser objeto de análisis y juicios críticos con algo de fundamento por parte de esa ciudadanía, que debe estar alerta, que asume corresponsabilidades y que se encuentra activada en función del monitoreo constante del comportamiento del sistema político, y, además, que se mueve en esa esfera pública permanentemente.

El anuncio del inicio de “conversaciones” (no negociaciones) preliminares entre representantes del régimen usurpador y la alternativa democrática, separadamente, con facilitadores en Noruega es un ejemplo de esa hojarasca de eventos emergentes que señaláramos párrafos previos

No pocos se sienten sorprendidos y hasta traicionados por esta iniciativa, por lo que es preciso avanzar algunas precisiones. El propio presidente (e) Juan Guaidó ha ratificado insistentemente que las guías en estas conversaciones preliminares son aquellas que rigen la acción desde enero: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres.

Pero, quizás también sea necesario advertir sobre ciertas características de la complicada realidad venezolana. Existe, quien lo duda, una “dualidad operativa” en el ejercicio de órganos del Estado: dos presidentes, uno revestido de fundamento constitucional, otro desconocido no solo por la institucionalidad legítima nacional sino por buena parte de la comunidad internacional democrática; una legítima Asamblea Nacional y una asamblea constituyente espuria; dos tribunales supremos de justicia, uno de ellos oficina jurídica del régimen designado, como todos sabemos, entre gallos y medianoche una vez fue derrotado ampliamente el oficialismo en elecciones parlamentarias; tenemos representantes diplomáticos nombrados por el presidente (e) que son reconocidos por diversos Estados, organismos y grupos internacionales.

Dos dimensiones de acción: una legítima-constitucional, otra usurpadora. Todo ello actúa en una realidad innegable y sufrida en el día a día en el país: el colapso absoluto de la capacidad de formular y ejecutar políticas públicas que hagan frente a la compleja Agenda Social, expresión de la cual es la catástrofe humanitaria, el éxodo masivo de venezolanos y la crisis de ingobernabilidad.

El régimen usurpador en una especie de gran misión: “Un día más en el poder”, solo actúa para mantenerse en ese poder usurpado como tabla de salvación del procerato revolucionario sobreviviente y por cualesquiera medios: la represión, la violencia, la tortura, la persecución, el terror, la manipulación de la necesidad, la mentira y pare usted de contar. Tales hechos llevan a muchos analistas a advertir un Estado fallido que navega sobre las aguas del desconocimiento del Estado de Derecho y el desmontaje del andamiaje democrático del sistema político, además acompañado todo de una flagrante y continua violación de los Derechos Humanos de la población venezolana.

En medio de esta dramática realidad cabe preguntarse: ¿Qué posibilidades existen de iniciar acciones para la reconstrucción y la atención de la Agenda Social? ¿Existe alguna duda de la necesidad de diseñar aceleradamente políticas públicas y establecer criterios para viabilizar su ejecución y hacer frente a este colapso general? Buena parte de tales políticas y estrategias han sido y están siendo responsablemente incorporadas por amplios sectores de la vida nacional social y política a esta especie de pacto nacional denominado “Plan País”.

Más aún, y quizás el aspecto más polémico: ¿Cuál es el camino más idóneo para lograr los objetivos? ¿Puede ser tenida y asumida como absoluta la verdad de unos y otros para ello? Mas, al ser varias es como multiplicarlas por cero. No existe verdad absoluta, sino caminos posibles vía el acuerdo, que hay que de inmediato diseñar y viabilizar para construir una ruta que lleve a un proceso de transición, al inicio de la reconstrucción, la atención de la profunda y general crisis que afecta a todos y cada uno de los venezolanos y a la libertad. Exceptuado de ese padecimiento, como es lógico advertir, el bureau político de la pseudorevolución con su “mitología transformadora”, convertida en espasmos agónicos de supervivencia, ya inútiles para la gran mayoría.

La liberación de los presos políticos, el regreso de los exiliados, el fin de la dualidad operativa, el reacomodo de los actores políticos con la activa participación de la sociedad civil, la viabilización y estímulo directo para que se mantenga activa una ciudadanía corresponsable y que reasuma los contenidos sustantivos de la cultura política democrática. Todo ello confluyendo para una transición que priorice la atención de las problemáticas nacionales, entienda el significado mayúsculo del rescate y reafirmación de los valores político-democráticos, promueva y practique el reflotamiento del Estado de Derecho, son medios para lograr un fin último: la recomposición de la democracia venezolana. ¿Los medios? Todos se deben considerar, nadie tiene la verdad absoluta.

WDC
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