Heinz R. Sonntag, Carlos Villalba.
No tenemos constitución. La tuvimos, quizá, unas horas, unos días, tal vez meses. Después, cuando los poderes fueron designados, dejamos de tenerla.
Este problema, sin embargo, nos fue advertido desde Agosto de 1789 por los revolucionarios de la Asamblea Nacional Francesa, que en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en su Artículo 16 nos exhortarían. ¡Cuidado!, nos dijeron. “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene constitución” (Destacado nuestro).
Y es que una ley como ésta, de Inteligencia y Contrainteligencia, que es una ley para controlar dictatorialmente a los ciudadanos, sólo puede subsistir en un país ayuno de constitución. Y conviene al respecto discriminar: una cosa es la
independencia de poderes, y otra cosa, bien diferente, lo que tenemos, una simple distinción burocrática de poderes.
Cuando un gobernante, a lo largo de más de diez años sólo designa para las funciones públicas a los fanáticos e incondicionales, con absoluta prescindencia de la formación o profesionalidad de que puedan hacer méritos, su ideal de gobierno pasa por una Ley como ésta. Ley, que secuestra, tanto los derechos fundamentales como las garantías del debido proceso., escandaloso secuestro que reclama una sola justificación: el interés estratégico de la nación (según los términos legales), o si se lo quiere expresar con mayor propiedad, definámoslo: interés estratégico de la nación es lo que el gobierno, esto es, el presidente, dice que es. Y a ese interés, de aquí en adelante, habrán de estar sujetas actividades, documentos, e información. De aquí en adelante la vida de la nación estará dividida en dos mitades: la clasificada, que permite al Estado toda clase de arbitrariedades, y depende del humor del presidente, y la no clasificada, que después de todo, también depende de su humor.
Esta, por otra parte, es una de aquellas leyes reveladoras del fondo oscuro contra el cual ciertos socialismos han prometido luchar, terminando en fracaso, al sobreponer las conveniencias policiales de la vigilancia y el control, a las exigencias de la democracia. Por esta vía, las revoluciones se desfiguran, y concluyen por ser regímenes que a tiempo que hablan todo el día y todos los días, de socialismo o muerte, y sus dirigentes presumen de coraje, dictan leyes como la que nos ocupa, a la que en verdad justifica no la defensa de la nación, sino el miedo de quienes la decretan.